Señor Cardenal Arzobispo de Madrid,
Venerados hermanos en el Episcopado,
Queridos sacerdotes y religiosos,
Queridos rectores y formadores,
Queridos seminaristas,
Amigos todos
Me alegra profundamente celebrar la Santa Misa con todos vosotros, que aspiráis a ser sacerdotes de Cristo para el servicio de la Iglesia y de los hombres, y agradezco las amables palabras de saludo con que me habéis acogido.
Esta Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena es hoy como un inmenso cenáculo donde el Señor celebra con deseo
ardiente su Pascua con quienes un día anheláis presidir en su nombre los misterios de la salvación. Al veros, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del evangelio al mundo. Como seminaristas, estáis en camino hacia una meta santa: ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre. Llamados por Él, habéis seguido su voz y atraídos por su mirada amorosa avanzáis hacia el ministerio sagrado. Poned vuestros ojos en Él, que por su encarnación es el revelador supremo de Dios al mundo y por su resurrección es el cumplidor fiel de su promesa. Dadle gracias por esta muestra de predilección que tiene con cada uno de vosotros.
La primera lectura que hemos escuchado nos muestra a Cristo como el nuevo y definitivo sacerdote, que hizo de su existencia una ofrenda total. La antífona del salmo se le puede aplicar perfectamente, cuando, al entrar en el mundo, dirigiéndose a su Padre, dijo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (cf. Sal 39, 8-9). En todo buscaba agradarle: al hablar y al actuar, recorriendo los caminos o acogiendo a los pecadores. Su vivir fue un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Heb 10,14).
La Eucaristía, de cuya institución nos habla el evangelio proclamado (cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de esa entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres.
En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.
Queridos amigos, os preparáis para ser apóstoles con Cristo y como Cristo, para ser compañeros de viaje y servidores de los hombres. ¿Cómo vivir estos años de preparación? Ante todo, deben ser años de silencio interior, de permanente oración, de constante estudio y de inserción paulatina en las acciones y estructuras pastorales de la Iglesia.
Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la redención del género humano. La santidad de la Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar.
Meditad bien este misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra formación con profunda alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de radical fidelidad evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y las personas en medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da en cada tiempo la gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y realismo. Por eso, en cualquier circunstancia en la que se halle, y por dura que esta sea, el sacerdote ha de fructificar en toda clase de obras buenas, guardando para ello siempre vivas en su interior las palabras del día de su Ordenación, aquellas con las que se le exhortaba a configurar su vida con el misterio de la cruz del Señor.
Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos cumplirla plenamente, pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta esperando alcanzarla (cf. Flp 3,12-14).
Pero Cristo, Sumo Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de sus ovejas hasta dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). Para imitar también en esto al Señor, vuestro corazón ha de ir madurando en el Seminario, estando totalmente a disposición del Maestro. Esta disponibilidad, que es don del Espíritu Santo, es la que inspira la decisión de vivir el celibato por el Reino de los cielos, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la austeridad de vida y la obediencia sincera y sin disimulo.
Pedidle, pues, a Él, que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales.
Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia.
Alentados por vuestros formadores, abrid vuestra alma a la luz del Señor para ver si este camino, que requiere valentía y autenticidad, es el vuestro, avanzando hacia el sacerdocio solamente si estáis firmemente persuadidos de que Dios os llama a ser sus ministros y plenamente decididos a ejercerlo obedeciendo las disposiciones de la Iglesia.
Con esa confianza, aprended de Aquel que se definió a sí mismo como manso y humilde de corazón, despojándoos para ello de todo deseo mundano, de manera que no os busquéis a vosotros mismos, sino que con vuestro comportamiento edifiquéis a vuestros hermanos, como hizo el santo patrono del clero secular español, san Juan de Ávila. Animados por su ejemplo, mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario para la salvación del mundo. Amén.
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