La Virgen posó los ojos en la humilde novicia que La contemplaba. He aquí, le dijo, el símbolo de las gracias que Yo derramo sobre las personas que Me las piden... --«haciéndome comprender,» escribe la Santa, «¡cuán generosa es Ella hacia las personas que se las imploran; cuántas gracias otorga a los que se las piden; qué alegría Ella siente al darlas!»-- Las gemas que permanecen a la sombra representan las gracias que olvidan pedirme.
En ese momento, se formó en torno a la Virgen un cuadro un tanto ovalado sobre el que se leían estas palabras, inscritas en letras de oro:
O María
sin pecado concebida,
rogad por nosotros
que recurrimos a Vos.
En una actitud que nos invita a confiar y acudir a Ella, las manos de María descendían y se explayaban, tal como lo vemos representado en la medalla.
Sor Catalina Labouré contemplaba esta visión dichosa. Luego me dijo la santísima Virgen: "Haz que acuñen una medalla según este modelo. Todos aquellos que la lleven recibirán grandes gracias, especialmente si la llevan colgándosela del cuello. Las gracias serán copiosas para cuantos la lleven con fe" (Santa Catalina Labouré)
El cuadro parecía tornarse, y Sor Catalina vio, en el reverso, la letra M rematada por una pequeña cruz, y debajo, los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Ambos Corazones han sido invocados ya desde la primera junta de la Legión en las preces preliminares. El primero estaba rodeado de una corona de espinas, y el segundo traspasado por una espada. Doce estrellas aureolaban el monograma de María y los dos Sagrados Corazones, todo ello recuerda la Pasión de Jesús y la Compasión de María, aquel misterio que mereció el tesoro de gracias que los legionarios suplican tener, con el privilegio de dárselo a otros en compañía de María. Sor Catalina llevó a cabo fielmente la misión que el Cielo le había encomendado, mas por humildad y por amor de la vida retirada, lo hizo de tal manera que, hasta su muerte, nadie en derredor suyo supo que ella era la mensajera escogida por la Reina del Cielo. Su confesor recibía sus confidencias pero tardó mucho en creer en ellas. A instancias de la Virgen decidió él por fin hablar del asunto a Monseñor Quélen, Arzobispo de París. Corría el año de 1832. La medalla fue acuñada y al instante se difundió prodigiosamente por todo el mundo, acompañada de incesantes prodigios de curaciones, protecciones y conversiones, al punto que se le dio el nombre de Medalla Milagrosa.
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