17 de mayo
SAN PASCUAL BAILÓN (1540-1592)
"Yo, Fray Pascual Baylón"
SAN PASCUAL BAILÓN (1540-1592)
"Yo, Fray Pascual Baylón"
por Julio Micó,
o.f.m.cap.
. |
Dejad que os cuente
De mí se ha escrito mucho, pero no siempre
ajustado a la realidad. El afán de encuadrar mi vida dentro del marco de
lo «maravilloso» ha contribuido a que aparezca un tanto irreal y poco
asequible; por eso me he propuesto narrarla yo mismo para que llegue a vosotros
de primera mano y podáis conocer lo que me parece que
sucedió.
Algunos de mis biógrafos ya os la
contaron de forma bastante objetiva; pero yo lo quiero hacer dando mi
visión, comunicando lo que pienso sobre ella; porque no todo lo que
reluce es oro, ni lo sencillo carece de importancia.
La mayoría de las cosas que os
cuento las dijeron mis paisanos y todos aquellos que me conocieron cuando,
después de morirme, pretendieron hacerme santo. Como es natural,
sólo cuentan las cosas buenas y, por el cariño que me
tenían, las exageran un poco. De ahí que valgan para saber el
aprecio en que me tenían, pero menos para describir la realidad. Yo
siento tener que rebajarles, algunas veces, las opiniones que vierten sobre
mí, pero en honor a la verdad, no puedo engañaros.
Así pues, acoged mi narración
como un gran relato de los que nos solían contar nuestros mayores
cuando, en esas largas noches de invierno, nos reuníamos junto al fuego
para calentarnos y pasar la velada.
Un niño que fue
pastor
Yo, Pascual Baylón Yubero,
nací en Torrehermosa, un pequeño pueblo de la provincia de
Zaragoza, el 16 de mayo de 1540. El llamarme Pascual fue debido a que era
Pascua de Pentecostés y, como era costumbre en las familias,
había que ponerme el santo del día.
Otra cosa es lo de Baylón. Mucha
gente sigue creyendo que es un mote por mi condición de marchoso; y nada
más lejos de la realidad, ya que, por temperamento, siempre fui
retraído y poco dado al jolgorio. Baylón era el apellido de mi
padre y de mi abuelo Martín.
Fui el segundo de los hermanos. La mayor
era Juana, y después venían Francisco, Juan, Lucía y Ana.
Tuve tres hermanos más del anterior matrimonio de mi padre, pero
murieron tan jóvenes que no llegué a conocerlos. El recuerdo que
me queda es el de una familia feliz con pocos haberes y mucha generosidad,
sobre todo mi madre Isabel, que además de lindo parecer, era muy buena
cristiana. No había necesitado en el pueblo que no encontrara en mi casa
acogida y cariño; y eso me fue calando hasta moldear mi vida.
A diferencia de mis hermanos, yo era,
más bien, de temperamento tímido e introvertido. Cuando mi padre
se ponía a jugar con ellos a pelota delante de casa, yo me refugiaba en
el dintel de la puerta; y ante las invitaciones para que me uniera a ellos,
solía contestar esbozando una sonrisa de agradecimiento. Gozaba
más viéndolos jugar que participando en el juego. Pero esto no
quiere decir que fuera un niño sombrío y triste. Los vecinos
decían que era de rostro alegre y humilde; y me tenían por un
alma buena, por eso todos me querían como al vivir.
Esta capacidad de contemplar la vida es lo
que me llevó siempre a buscar al Señor. Cuando tenía seis
o siete años, fui a casa de mi primo Francisco que estaba enfermo.
Muchas veces me había quedado mirando el hábito que llevaba, pues
era costumbre vestir a los niños con un hábito por haber hecho
alguna promesa; y al verlo encima de una silla pensé: «Esta es
la ocasión».
Me lo enfundé como pude y me
presenté, muy ufano, ante la concurrencia. Después de las risas
que provocaron mi travesura, vino el intento de quitármelo, a lo que me
resistía. Tuvieron que llamar a mi madre para que desistiera, y en medio
del enfado les dije: «No importa, más tarde seré
fraile».
Como no había escuela -la más
cercana estaba en el monasterio cisterciense de Santa María de Huerta y
para mi familia era todo un lujo-, tan pronto fui capaz me mandaron a guardar
las pocas ovejas que tenía mi padre; así comencé a
trabajar como pastor. Pero mi tía Isabel me complicó la vida.
Tenía también unas cabras y me las endilgó para que las
guardara junto con las ovejas. Sin embargo no me averiguaba con ellas.
Díscolas como son, se metían por los sembrados y por las
viñas; hasta que, harto ya, le dije a mi madre: «No me mande
más que cuide las cabras, pues se comen los trigos y yo no quiero hacer
daño a nadie».
De zagal en
Alconchel
Así fui aprendiendo el oficio, hasta
que mi padre me puso a pastorear el rebaño de un vecino de Alconchel, un
pueblo cercano al mío. Allí entré en contacto con otros
pastores, trabando una gran amistad con Juan de Aparicio. Los dos
pasábamos mucho tiempo juntos, lo que nos permitía contarnos
nuestros problemas y hasta cantar letrillas a la Virgen y al Santísimo,
acompañándonos con el rabel que yo mismo me había
hecho.
Con todos los amos me llevé bien,
pero Martín García me tomó tanto cariño que me
propuso adoptarme corno hijo y hacerme su heredero. Yo me lo pensé y, al
final, le dije que no, pues pensaba hacerme fraile.
Este proyecto lo había hablado
muchas veces con mi amigo Juan, quien solía decirme: «Ya que
queréis haceros fraile, sea de los de Santa María de Huerta, que
además de ser rico, está en vuestra tierra». Pero yo
siempre le contestaba: «No me viene en grado, porque aquí me
conocen todos».
Desde Alconchel se divisaba también
la blanca ermita de Nuestra Señora de la Sierra, por la que
sentía una predilección especial. Hasta los mayorales, a cuyas
órdenes pastoreaba, se daban cuenta de ello y lo comentaban entre
sí: «A mi zagal Pascual veo yo todas las mañanas vuelto
hacia la ermita de Nuestra Señora de la Sierra antes de encender el
fuego». Y es que en aquel puntido blanco -que era lo único que
se veía- concentraba yo mi fe para alabar al Señor y a su madre
María.
No sé qué pensarían de
mí mis compañeros, porque nunca me lo dijeron; pero solían
decir a la gente que era un joven sensato y amable, dado a la oración y
enemigo de la ociosidad. Que hacía a la vez rosarios y rabeles para los
momentos de solaz. En fin, un joven de actitud y ademanes alegres, aunque
reservado, que ni jugaba, ni maldecía, ni decía
tonterías.
El oficio de pastor era duro, pero dejaba
mucho tiempo libre que podía degenerar en ociosidad. Yo lo empleaba
rezando, hablando y cantando con los amigos y labrando objetos de madera, como
suelen hacer los pastores. En el cayado grabé una cruz; e hice
también una pequeña Virgen que me servía para concentrar
mi oración cuando no encontraba una ermita donde dirigir la mirada. Pero
aún así, me sobraba tiempo, y mi carácter reservado se
compensaba con la necesidad de conocer más cosas, de saber más.
¿Por qué no aprendía a leer?
Mi madre tenía un devocionario que
heredó de mi abuela. Como tampoco sabía leer me lo dejó; y
yo, con mucha constancia y cabezonería -por algo era aragonés-
empecé a preguntar a los compañeros que sabían algo por el
nombre de las letras. Después, con el mismo método,
aprendí a juntarlas formando palabras, hasta que logré no
sólo entender lo que leía sino escribirlo también.
Todavía queda por ahí un
«cartapacio» que me hice, siendo ya fraile, con las cosas que iba
escribiendo.
Pero la verdad es que no resultó
fácil aprender a leer y escribir; y mucho menos conseguir papel, tinta y
pluma. Sin embargo la compensación fue muy grande. Además del
rabel, podía llevar en el zurrón el rosario de junco y las horas
de Nuestra Señora para rezar.
Por tierras del
Vinalopó
Alconchel se me quedaba pequeño. Ya
tenía 18 años y había que decidir mi futuro. Mi madre
había muerto, y aunque mi madrastra -María García, la
«Capellana»- era una buenísima persona, ya no era como antes.
La ocasión me vino que ni pintada. Era el tiempo de la trashumancia y
teníamos que llevar el ganado hacia Andalucía. Al pasar por
Peñas de San Pedro -un pueblecito de Albacete-, me paré a ver a
mi hermana Juana, que estaba sirviendo en casa de los señores
García Moreno. Estuve con ella unos días y seguí con el
ganado. Al llegar a Almansa, me encontré con que un ganadero -el
señor Osa de Alarcón- necesitaba un pastor, por lo que me
quedé a su servicio, ya que estaba más cerca de mi
hermana.
Un tiempo después me salió la
proposición de pastorear el ganado del señor Aparicio
Martínez en Monforte del Cid, y allí que me fui. Estuve, por lo
menos, dos años, y trabé amistad no sólo con el mayoral,
Antonio Navarro, sino, incluso, con los zagales.
Luego pasé a Elche, a las
órdenes del dueño del ganado Bartolomé Ortiz; un ganado
muy grande que para buscarle pastos no sólo había que ir hasta
Orito, sino por toda la Vega Baja.
En los cuatro años que pasé
trabajando como pastor por estas tierras hice grandes amigos, pero, sobre todo,
me encontré con los frailes Alcantarinos que estaban fundando convento
en Orito y en Elche. Estos religiosos pertenecían a la Orden Franciscana
y, para ser más consecuentes con la vida de S. Francisco y con el
Evangelio, habían hecho una Reforma -los Descalzos- de mayor austeridad
y contemplación, siguiendo los pasos de S. Pedro de
Alcántara.
Trabé una gran relación con
ellos y pude comprobar que era la forma de vida que siempre había
deseado vivir, hasta el punto de pedirles que me admitieran. Sin embargo las
cosas grandes necesitan cierto tiempo para madurar; y mi decisión de
hacerme fraile Alcantarino era para mí una cosa grande.
La mayor herencia que pudieron dejarme mis
padres, ya que eran pobres, fue enseñarme a ser un cristiano honrado y
consecuente. En mi oficio de pastor siempre intenté ser justo y
solidario con mis compañeros. Cuando algunas ovejas, en un descuido,
entraban en algún sembrado, solía apuntar en mi librito, forrado
de piel, el nombre del dueño para resarcirle de los daños; y si
no tenía tinta, tomaba un poco de sangre de la oreja de algún
cordero. Para evitar esos daños, trataba de no ir por sendas que
estuvieran entre trigales. Pero si, por desgracia ocurrían, o lo pagaba
con mi dinero o les ayudaba a segar, que para eso llevaba una hoz en el
zurrón.
Otra de las cosas que me enseñaron
mis padres fue a respetar lo ajeno. En una ocasión, siendo
todavía niño, un mayoral trataba de obligarme a que robara uvas
para comer los pastores. Yo me negué en redondo aduciendo que no pensaba
hacerlo, y si quería uvas que se las comprara. Esta actitud la mantuve
siempre, por lo que nunca tomaba fruta de los árboles por donde
pasaba.
Siempre traté de ser honesto con los
demás e ir con la verdad por delante. Tan es así que cuando me
tocaba ir a declarar, por algún problema con el rebaño, el juez
nunca me pedía el juramento, cosa extraña entre pastores que
teníamos fama de mentirosos. Otra cosa que siempre procuré fue
aceptar mis responsabilidades. Como algunas veces llevaba zagales a mi cuidado,
tuve que comprarme un reloj para saber con exactitud las horas de salida y de
llegada, así como el tiempo para las comidas.
A estos zagales, prácticamente unos
niños, yo les enseñaba el catecismo y los secretos del oficio,
como el no tirar piedras a las ovejas o llevar cuidado con los mastines para
que no mordieran a los transeúntes. Y como las enseñanzas entran
mejor con los ejemplos, yo trataba de ser alegre y comprensivo con ellos, a
pesar de mi carácter reservado, acompañando sus cantos con el
rabel y haciendo las faenas más duras y molestas. Ellos, a su vez,
también me hacían algunos favores, como tener cuidado del ganado
cuando, todas las mañanas, asistía a misa en la ermita
Una vez el dueño del ganado me
llamó la atención porque siempre lo llevaba al mismo sitio, los
alrededores de Orito. Y era cierto, pues tanto me admiraba esa vida que
llevaban los frailes, que estaba siempre cerca de la ermita de Nuestra
Señora de Loreto; dormía en una loma cercana al convento y por la
noche iba a orar a la puerta del santuario de la Virgen, y por la mañana
a misa. Por lo que le contesté al dueño que ni yo ni el ganado
nos encontrábamos bien fuera de allí; una prueba de ello era que
el ganado engordaba a la vista de Nuestra Señora.
Este continuo merodear por la ermita era
una expresión de mi madurez como cristiano. Aunque siempre me
habían atraído, pues al centrar mi mirada en ellas casi
veía a la Virgen o al Señor -objeto de mi oración-, ahora
sentía una fuerza que me arrastraba a compenetrarme con Jesús,
olvidándome por completo de lo que pasaba a mi alrededor. Algún
compañero llegó a decir, incluso, que me elevaba del
suelo.
La Eucaristía,
sacramento de mi fe
Lo cierto es que para mí, la
Eucaristía era el centro de la fe. La Reforma luterana, que negaba la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, había provocado una
reacción en toda la cristiandad -pero sobre todo en España- a
favor de la presencia real del Señor en el Sacramento; de ahí la
insistencia en el adoctrinamiento y las expresiones que defendieran tal
realidad.
Mi madre trató siempre con mucho
respeto al Sacramento. Mientras pudo, asistía a la Misa que se celebraba
en la iglesia; pero estando ya para morir -la pobre murió joven- le
trajeron el Viático y, al oír la campanilla, se levantó de
la cama y se puso de rodillas para recibirlo.
Pues bien. Mi madre, siendo yo de
pañales, me llevaba en brazos a misa; y yo, con mis ojos pequeños
pero inquietos, no perdía detalle de las ceremonias que el sacerdote
realizaba en el altar. Un día, gateando, desaparecí de casa, que
estaba a unos metros del templo. Mi madre y las vecinas me buscaron,
desesperadas, por todo el pueblo, hasta que se les ocurrió entrar en la
iglesia y me encontraron sentado en una grada del altar mayor viendo de cerca
el sagrario que para mí constituía un misterio.
Esta atracción por la
Eucaristía siguió creciendo, hasta el punto de que acudía
a misa siempre que me era posible; y cuando, por cuestiones de trabajo, no
podía ir, centraba toda mi atención al oír la campana de
la iglesia anunciar la elevación o el «alzar a Dios»,
como decíamos en el pueblo. En tales ocasiones prácticamente
«veía» el desarrollo de la ceremonia, la elevación de
la hostia y del cáliz, por lo que podía adorarlos con más
naturalidad. De ahí la creencia de que los ángeles rasgaban el
cielo para enseñarme a Jesús sacramentado; y la verdad es que no
me hacía falta nada de eso, ya que el Señor me había dado
la suficiente fe para poder adorarlo cuando el sacerdote lo mostraba a los
fieles, aunque no lo viera materialmente.
De pastor a
fraile
Después de cuatro años de
conocer la vida de los frailes, y supongo que los frailes la mía,
pedí el ingreso en el convento de Orito. Pero como el Custodio -al que
le tocaba recibirme- estaba en Elche, allí que me mandaron. Tomé
el hábito el 2 de febrero de 1564, y un año después
profesé en Orito.
Atrás quedaba toda una vida de
pastor que, si bien en su materialidad no aportaba mucho a la vida religiosa,
sí que me había preparado para afrontarla con generosidad y
empeño.
A los veinticinco años y con mi ruda
formación de pastor, uno es capaz de hacer muchas burradas bajo pretexto
de santidad. Cuando estaba en el noviciado, nada menos que se me ocurrió
rodearme el cuerpo con aliagas, a modo de corsé, para
mortificarme.
Aunque la cosa no era tan llamativa dentro
de aquel ambiente, comprendí con los años que la forma de
disponer el cuerpo para su entrega al Señor y los hermanos no era
haciendo barbaridades sino manteniéndome disponible para lo que pudieran
necesitar.
A mí, la verdad, me bastaban pocas
cosas para mantenerme bien. Con algunas horas de sueño tenía
suficiente, y ni cama necesitaba. Como me acostumbré de pastor a no
dormir tendido, solía hacerlo acurrucado sobre unas tablas y apoyando la
cabeza en la pared, cubriéndome en invierno con una piel de
oveja.
En cuanto a la comida tampoco era muy
delicado. La mayoría de las veces tenía suficiente con unos
mendrugos de pan y un poco de agua. Y por lo que respecta al vestido,
también estaba acostumbrado a vestir pobremente.
Cuando estaba en el pueblo, aunque mi madre
procuraba llevarnos limpios y aseados a todos los hermanos, yo iba siempre mal
averiguado; por lo que no me molestaba, siendo ya fraile, tener que llevar un
hábito burdo y remendado.
Al servicio de
todos
En los conventos donde estuve, siempre
traté de ponerme a disposición de los demás. Aunque
esté feo decirlo, me gustaba estar ocupado en algo, o remendando
hábitos y sandalias, o en la huerta, o en la portería, o en la
cocina, o en la limosna, o ayudando misa, o leyendo libros piadosos. Y no es
que tuviera encomendados todos estos oficios, sino que cuando terminaba con el
mío solía ayudar con gusto a los demás, algunas veces
incluso cantando letrillas al Santísimo Sacramento.
Cuando me encargaban del comedor, procuraba
tenerlo limpio y siempre dejaba algo de comida, como si fuera un olvido, para
que los frailes que lo necesitaban pudieran comer fuera de hora sin
ningún tipo de remordimiento.
En Villarreal, donde fui portero,
venía mucha gente -tanto de la ciudad como caminantes de paso- pidiendo
agua de la cisterna. Aunque no te dejaban tranquilo, era muy hermoso poder
asistir a tantos hermanos.
Pero no siempre pedían agua, sino
que también pedían comida e, incluso, algunos hasta
confesión. Una vez, estando en Almansa, vinieron unas mujeres a
confesarse con el guardián. Yo le avisé, pero me contestó
que dijera que no estaba en casa. Yo, para suavizar la cosa, le propuse que
sería mejor decir que estaba ocupado y no podía atenderlas. Pero
él me mandó que no; que les dijera que no estaba en casa.
Sintiéndolo mucho tuve que decirle: «Usted perdone, pero eso no
lo voy a decir porque es mentira».
Pedir para poder
dar
Otro de los oficios que ejercí con
gusto fue el de limosnero. Los primeros años fueron en Orito, y
salía por los pueblos de Elda, Aspe, Novelda, Agost, etc., donde la
gente ya me conocía de cuando trabajaba como pastor. Antes de salir
pedía la bendición al guardián y me arrodillaba unos
momentos ante el altar del Santísimo.
Si tenía que ir a otro pueblo, al
llegar visitaba al párroco para pedirle su bendición y hacer una
visita al Santísimo. Después iba casa por casa llamando a la
puerta y diciendo: «Loado sea nuestro Señor Jesucristo. Paz a
esta casa. Una limosna a los frailes de S. Francisco». Una vez
terminado el recorrido, salía del pueblo y, a la sombra de algún
árbol, comía un trozo de pan, ya que no me gustaba comer en las
casas particulares donde me convidaban. Si me acompañaba algún
hermano solía darle el mejor trozo de pan para que lo mojara en alguna
fuente. Mientras hacía el camino solía cantar, como era mi
costumbre.
En ciertos conventos, como el de Jumilla,
este oficio se hacía más penoso por estar lejos de la ciudad y
con una cuesta muy empinada. En una ocasión me dieron varios
cántaros de aceite y, poniéndolos en unas angarillas, me los
tiré a la espalda. En el camino de regreso me topé con algunos
del pueblo que se compadecían de mí: «Válgame
Dios ¿Pues no hubiera un jumento?». A lo que respondí con
humor: «¿Qué mayor jumento que yo?».
En cada sitio la limosna era distinta.
Recuerdo que en Almansa me ofrecían grandes y pesados haces de
leña que yo tenía que llevar a cuestas al convento, pero entonces
gozaba de buena salud y de una complexión robusta que me permitía
hacer esas barbaridades.
Cuando llegaba al convento, iba directo en
busca del guardián y me arrodillaba, avanzaba de rodillas algunos pasos
-en plan de broma- y le pedía la bendición.
El amor a la Eucaristía que me
inculcaron mis padres no se quedaba en algo abstracto y angelical. Era el signo
de una vida entregada a los demás; una entrega hasta la muerte. De
ahí que comulgar y adorar este Misterio comportara para mí
participar en el mismo destino de Jesús.
Pobre y para los
pobres
De mi madre, sobre todo, había
aprendido a ser solidario con los pobres. Cuando estaba en Monforte trabajando
de pastor, solía dar parte de mi sueldo a los pobres; pues el pan era
del amo, y no estaba bien que lo diera.
Después, cuando me hice fraile, no
solamente salía a pedir limosna sino también a compartir lo que
tenía. Mi oficio de portero me permitía ser como las manos
generosas de la Fraternidad que están siempre abiertas y dispuestas a
repartir cariño y pan. Por eso, el único convento en el que no me
gustaba ser portero era el de Orito, ya que por su distancia del pueblo no se
acercaban los pobres.
En una ocasión le dije a un
compañero que los frailes, cuando viajamos, tendríamos que
llevar, por lo menos, dos panes; y no para nosotros sino para socorrer a los
pobres que nos encontráramos por el camino.
En nuestros conventos desde siempre
existió la costumbre de dar un plato de sopa a los necesitados. Yo, en
vez de sopa, solía hervir una olla de berzas, a la que
añadía el pan y la carne que aportábamos los religiosos;
porque yo siempre fui del parecer que a los pobres, aunque tengan necesidad, no
se les puede dar las sobras.
A mediodía, se hacía una cola
interminable a la puerta del convento. Hubo frailes que se ponían
nerviosos por si les faltaba el pan. Pero nunca faltó; a pesar de que,
algunas veces, venía bastante ajustado.
Allí acudía toda clase de
gente; desde mozos jóvenes a los que había que alentar para que
se pusieran en amo, hasta estudiantes pobres, a los que, por respeto, los
hacía entrar dentro del convento para servirles la sopa.
Al que también trataba con
más cuidado era a un anciano de Villarreal al que la fortuna le
había vuelto la cara. Tenía unos cien años y yo, por
respeto, lo entraba a un recibidor y le servía y acompañaba
durante la comida.
Lo normal es que hiciera una olla grande de
sopa; pero también pedían frutas y hortalizas, hasta el punto de
que tenía el hábito rozado por los lados de tanto pasar por un
mirto que había a la entrada de la huerta. El hortelano se enfadaba, y
con razón; pero no me iba a dejar a los pobres sin comer. En una
ocasión vino una mujer a pedir acelgas para un enfermo. Yo, como de
costumbre, me fui a la huerta a buscarlas; y me llevé un chasco al ver
que, por las muchas que había dado ese día, sólo quedaban
los troncos pelados, de modo que no podía satisfacerla.
A la mañana siguiente vino una pobre
mujer a pedir acelgas. Yo le dije que no habían, ya que el día
anterior las había dado todas a los pobres. Pero me remordió la
conciencia y me fui a la huerta. Cuál no sería mi sorpresa al ver
los troncos llenos de hojas frescas y verdes. La gente creía que era un
milagro; pero yo pienso que cuando hay generosidad y ganas de compartir,
siempre se produce el milagro.
En aquellos tiempos de gran necesidad, los
conventos eran, casi, los únicos refugios para los pobres. Los frailes
tratábamos de compartir lo que la gente nos daba y nosotros
sacábamos de la huerta; pero muchas veces no era suficiente. A mí
se me partía el corazón al tener que despedir a un pobre porque
ya no quedaba nada. Entonces, iba a la huerta y, para que no se fuera con las
manos vacías, le daba un ramillete de flores. A pesar de parecer una
burla, el pobre lo comprendía y me daba las gracias.
Algunas veces la gente no pedía
comida sino charlar y compartir sus problemas. El «Mestre Guillem»,
como le llamábamos en Valencia, era un francés afincado en
España que hacía cuerdas de vihuela y, con frecuencia, nos daba
para hacer disciplinas. Pues bien; sin saber cómo, había cogido
una depresión de caballo. Su mujer lo había llevado a toda clase
de frailes de la ciudad, pues creía que estaba endemoniado, hasta que un
día vino a verme y nos pusimos a charlar paseando por la huerta. Yo no
recuerdo lo que le dije, pero le volvieron las ganas de vivir y la gente lo
tomaba como un milagro.
El Señor me dio
hermanos
Os estoy contando estas cosas y puede dar
la impresión de que era lo más importante de mi vida. Pues no. Lo
más importante para mí era poder seguir a Jesús en
compañía de mis hermanos los frailes. Con ello había
soñado muchas veces en mi juventud y, al hacerse realidad, pude ir
constatando lo difícil, y a la vez hermoso, que es convivir con otras
personas.
Yo siempre traté de ser sincero y de
manifestarme como era, y muchas de las costumbres que adquirí siendo
pastor, las continué después siendo fraile. Por ejemplo, a la
gente le desconcertaba que no usase sombrero para protegerme del sol, sobre
todo en los veranos, cuando me iba a trabajar en la huerta después de
comer; pero yo no lo había usado nunca ni me apetecía
ponérmelo; o cuando, en vez de sentarme en una silla, prefería
ponerme en cuclillas, porque me sentía más a gusto.
Era mi modo de ser; y así como
seguí estas formas de comportamiento, también lo hice en lo
espiritual. Mi vida se configuraba en torno a lo religioso, ya que la
experiencia de Dios era muy fuerte en mí. Desde muy pequeño
había notado su presencia; una presencia que me arrastraba a vivir como
Él y sólo para Él. Y cuando digo esto no es en sentido
excluyente, pues cuando uno intenta seguir a Jesús, lo primero que
descubre es que Jesús vivió para los demás con el fin de
que fueran felices. Pero esa Presencia me absorbía de tal modo, que
sólo en responderle encontraba la felicidad; o, lo que es lo mismo,
encontraba el sentido de mi vida.
Estando una vez en Orito -recuerdo que era
la fiesta de Pentecostés- de tal modo me llenaba la presencia del
Espíritu Santo que, sin darme cuenta, empecé a dar gritos de
satisfacción. Cuando logré controlarme, me puse rojo de
vergüenza al comprobar que me estaban mirando.
Pero no fue sólo en esta
ocasión; con frecuencia me sentía arrebatado por esa Presencia,
de tal modo que perdía toda conexión con mi entorno. Teniendo,
una vez, necesidad de escribir al Provincial, le pedí al guardián
papel y pluma. Al llegar a la celda me hinqué de rodillas y abrí
los brazos en cruz, con el papel en una mano y la pluma en otra, para pedir
luces al Señor. Pero, no sé cómo, me traspuse, hasta que
la voz del guardián preguntando si había terminado de escribir,
me devolvió a la realidad. Yo, la mayoría de las veces, procuraba
disimular, retirándome para la oración individual; pero algunos
frailes curiosos disfrutaban con espiarme. No sé yo qué sacaban
con ello.
Cuando estuve en Jumilla, una de las veces
que sentía ganas de hacer oración, me salí a los
alrededores del convento para explayarme. Creyendo que estaba solo, me puse a
hablar en voz alta, gritando, cantando, suspirando, arrodillándome,
levantando los brazos al cielo e, incluso, besando los troncos de los
árboles por la gran alegría que sentía dentro. Pero un
fraile me seguía. Al darme cuenta, aunque un poco avergonzado,
aún tuve humor para decirle: «Perdido, ¿porqué me
persigues?».
Otro caso parecido me sucedió en
Villarreal. Estando solo en la iglesia me vino ese arrebato y yo me dejé
llevar. Algunos dicen que hasta me levantaba del suelo. Yo, la verdad, no me
daba cuenta; pero al volver a la normalidad y ver que había alguien
mirándome, tuve que ir a darle una explicación y decirle que no
hiciera caso de lo que veía porque, a menudo, un padre acaricia
más al hijo que más lo necesita.
Pero no creáis que a mí me
gustaba ir montando espectáculos de esta clase. Prefería la
oración en el coro, junto con mis hermanos. Cuando estaba de portero en
Valencia, el guardián, para evitarme molestias, me dispensó del
coro. La verdad que lo sentí mucho, por eso le dije: «Hermano
guardián, le agradezco su solicitud, pero le pido no me niegue la merced
de hacer la oración con mis hermanos».
Y es que nunca me han gustado las
singularidades. Una vez me consultó un hermano joven si no sería
mejor dejar el convento y hacerse ermitaño. Yo le contesté con
una anécdota que me sucedió a mí. Estando en Orito, un
padre se fue a una cueva cercana para hacer una experiencia eremítica,
llevándose sus libros y un poco de bizcocho y agua. Cuando ya llevaba
varios días, y en un descuido, se le prendió fuego. El
predicador, asustado, salió corriendo hacia el convento dejando libros y
bizcocho. Al día siguiente, el guardián me mandó que fuera
a la cueva para recoger los libros. Yo, por simple curiosidad, quise probar lo
de la vida eremítica, y me propuse dormir un poco para levantarme a
medianoche y pasarla en oración. Pero cuando me desperté, el sol
me daba ya en la cara.
Seguir a
Jesús
Al hacerme fraile encontré el modo
de plasmar mi sentimiento religioso; era la forma de organizar mi vida de
acuerdo con esa Presencia que me arrastraba a su seguimiento. Por eso
traté de ser consecuente y vivirla a tope.
A pesar de todo, la cosa no fue
fácil. Como todo joven -y yo que era robusto y con buena salud-
sentía atracción por las muchachas. La decisión de hacerme
fraile podía sublimar esta tendencia, pero nunca anularla; de ahí
que estando de portero o yendo por la limosna me asaltara, alguna vez, la
tentación de hacer alguna barbaridad.
Lo mismo tendría que decir respecto
a mi temperamento. Mi natural reservado albergaba reacciones de cólera.
Dios sabe lo que luché para que no afloraran y mi trato fuera sereno y
apacible. Sin embargo esto que os cuento sólo es un ejemplo de las
contradicciones que uno lleva dentro.
El seguir a Jesús implica un
esfuerzo por humanizar el animal que somos por naturaleza. De ahí que
todas las precauciones por mantenerse en el camino elegido sean pocas.
Digo esto para que entendáis lo de
las mortificaciones y las penitencias. Eran un modo de vigilar la tendencia que
tenemos a buscar lo placentero, aunque fastidie a los demás. En este
sentido ya de joven, cuando iba con el ganado, además de hacer rosarios
de esparto confeccionaba también unas cuerdas con nudos que me ataba
sobre la carne. Posteriormente, ya de fraile, seguí con este tipo de
mortificaciones y con algunas más. Creo que ya os he contado lo de las
aliagas.
Tengo que reconocer que alguna vez me
pasaba; pero eran otros tiempos. Recuerdo que en Almansa, un año de
sequía, las autoridades montaron unas rogativas a la Virgen de
Belén, que estaba en la lejana ermita. Pues bien, nada menos que se me
ocurrió salir en medio de toda la gente con una gran cruz a cuestas, una
corona de espinas y una soga al cuello. Lo que hoy provocaría la risa,
entonces conmovió a los fieles, que volvieron a sus casas
enfervorizados, dejando la lluvia en segundo plano.
Algo parecido me pasó en Valencia.
Un día se me ocurrió -quedando sorprendidos los frailes- entrar
en el comedor cargado con una cruz y exponer mis miserias. Aunque la forma de
manifestar mi fragilidad no parezca muy acertada, la verdad es que me
sentí liberado.
Pero las penitencias no eran siempre
así de ostensibles. Las más valiosas eran las que solamente
percibía yo, por ser del todo normales. Así llevé el mismo
hábito, lleno de remiendos, casi toda mi vida. En las comidas nunca
bebía vino, y trataba de coger lo peor -sobre todo si era carne- para
que los demás comiesen bien.
En cuanto al trabajo, luché por ser
constante hasta el punto de que, siendo ya viejo y estando achacoso, me
enfadaba si el guardián no me encomendaba alguno.
Sin embargo las mayores mortificaciones
solían venir de la convivencia con los otros frailes. Para curarme en
salud intentaba ser duro conmigo mismo y suave con los demás. Pero,
así y todo, siempre había roces y malentendidos que amargaban la
vida.
A Dios
rogando...
Con todo, lo más importante de la
vida religiosa, como podéis suponer, no eran las mortificaciones sino la
oración y el cariño a los demás hermanos. Los rezos
estaban distribuidos a lo largo de toda la jornada, de modo que
pudiéramos acoger siempre al Dios que se nos manifiesta para nuestro
bien.
A las doce de la noche rezábamos
Maitines. Como yo dormía poco, estaba encargado de despertar a los
frailes. Para ello me servía de un palo con el que golpeaba las puertas
de las celdas, al mismo tiempo que decía: «¡A maitines,
hermanos! A alabar a Dios y a su santísima Madre».
Después de rezar, muchas veces ya no
volvía a dormir sino que continuaba con mis oraciones. Me arrodillaba,
juntaba las manos a la altura de la cabeza, con los codos separados del cuerpo,
y seguía relacionándome con Dios que tanto nos quiere.
Al amanecer rezábamos Laudes. Sonaba
la campana y acudíamos todos a alabar al Señor por el nuevo
día. Después, como no existía la costumbre de concelebrar,
los sacerdotes decían su misa. Yo, como encontraba en la
Eucaristía la razón de mi entrega a Dios y a los demás,
trataba de ayudar el mayor número posible. Algunas veces comenzaba y, a
la mitad, tenía que irme para ayudar otra.
Al terminar las misas me iba al trabajo,
hasta que la campana me avisaba de nuevo que teníamos que rezar. A
mediodía la comida y después, mientras los frailes descansaban un
poco, yo me iba a la huerta para tenerla en condiciones.
Al atardecer rezábamos de nuevo las
Vísperas. Cenábamos y, antes de acostarnos, volvíamos al
coro para rezar Completas. Cuando llegaba la noche estaba muerto de trabajar.
Me iba a la celda, me acurrucaba apoyado en la pared, y me dormía como
un bendito.
... Y con el mazo
dando
Pero todo no es rezar; hay que poner en
práctica el modo de actuar de Dios que aprendemos en la oración.
Y si nos quiere tanto, que se comprometió a que perdiéramos los
miedos que nos atenazan y nos impiden gozar con libertad, también
nosotros tenemos que ayudarnos a ser felices. Yo, al menos, lo intenté
con mis hermanos.
Al entrar de fraile, me había
propuesto estar a disposición de todos. Y, en la medida de lo posible,
lo hacía, no sólo desde mi puesto de trabajo sino ayudando a los
demás en los ratos libres de que disponía. En este sentido,
muchas veces acompañé a los predicadores cuando salían
para hacer algún sermón. Mientras ellos predicaban, yo rezaba
para que calara en la gente.
Esta decisión de servir podrá
parecer fácil, pero a mí me costaba, dado mi temperamento y mi
cabezonería. Ya os dije que muchas veces tenía que frenarme para
no explotar y empezar a dar gritos ante lo que me parecía mal; o ceder,
en muchas ocasiones, ante cosas sin importancia. Para confirmarlo, basta
referir lo que me dijo un fraile: «¡Cuidado, fray Pascual, que
eres tozudo y aragonés!». Yo, como sabía que era
verdad, le contesté sonriendo: «Si, sí, que lo
digas».
Pero la vida está para ir
corrigiendo defectos; por eso no me apenaba tener que reconocerlos cuando
alguien me lo advertía. El guardián tuvo que hacerlo varias veces
porque, siendo portero, me olvidaba por la noche de quitar la llave de la
cerradura; o, en otra ocasión, porque se me ocurrió tender el
hábito en medio del claustro; o aquella vez que, en un descuido,
rompí la tinajuela de las aceitunas. Pero también yo, algunas
veces, reprendía con cariño a los frailes que no hacían lo
correcto. Cuando, en horas de rezo, me tropezaba con alguien solía
comentarle con sorna: «¿Qué se hace por aquí?
¿Cómo no se va al coro?».
Mantener la convivencia siempre supone un
gran esfuerzo; de ahí que yo me propusiera como norma ser duro conmigo
mismo pero suave con los demás.
Una vez, un fraile se molestó porque
no le atendía tan pronto como hubiera querido. Yo, con el fin de
aplacarle, le insinué: «Tenga un poco de paciencia,
bendito». Pero el hermano, fuera de sí, empezó a
decirme de todo. Para no irritarle más, me callé y dejé
pasar la tempestad.
A pesar de estos contratiempos, yo
quería mucho a mis hermanos y solía demostrarlo cuando
venía el caso. Era costumbre en el convento, guardar el mejor vino para
los enfermos, y no se podía dar sino con el permiso del guardián.
Un fraile, para probarme, fingió que le dolía el estómago
y me pidió un poco de vino. Al traérselo me recriminó que
tuviera en tan poco la obediencia. Pero yo le respondí que, para
mí, la caridad ya incluye la obediencia, por lo que no tenía de
qué arrepentirme.
Estos gestos de generosidad solía
prodigarlos para hacer más llevadera la convivencia. Cuando el
guardián solía repartir los pocos hábitos nuevos que se
hacían, yo procuraba hacerme el despistado para que no me alcanzasen; y
una vez que me vi obligado a recoger unos retales para remendar el mío,
los volví a dar a otro.
La verdad que no me importaba demasiado ir
con el hábito estrecho y remendado. Más aún, lo
prefería. Por eso, una vez que el guardián me dio un
hábito nuevo, decidí ponerle un remiendo para ir más
tranquilo.
Lo mismo hacía con la comida. Me
sentía satisfecho con cualquier cosa, con tal de que los otros comiesen
bien. Si iba de limosna acompañado por algún joven, al regreso
nos sentábamos cerca de alguna fuente y escogía los mejores
trozos de pan para que se los comiera. Disfrutaba yo viéndole
comer.
Como tenía fama de santo, los
hermanos confiaban en mí. Una vez me encontré con un fraile que
estaba apesadumbrado porque tenía hinchado el pie. En plan de broma le
dije: «¿Quieres que le dé un azote con las disciplinas y
verás como se pone bueno?». El hermano dijo que sí,
pero al intentar darle quitó el pie. Al encontrármelo, cojeando,
unos días después, le insinué con sorna: «Ya
estuviera bueno si llevara el azote». Y es que, muchas veces, es
necesario el humor para que la convivencia no chirríe.
Los libros también
ayudan
Aunque mi formación cultural no
llegase muy allá, para ayudarme en la vida religiosa me servía de
la lectura de buenos libros, que luego seleccionaba cogiendo los fragmentos que
más me interesaban y escribiéndolos, poco a poco, en las hojas
que iba consiguiendo.
Además de estos escritos,
tenía también otros que eran de mi propia cosecha, como versos y
letrillas a los misterios del Señor y de la Virgen.
Todos estos papeles formaban mi
«Cartapacio», al que ahora se le da tanta importancia, pero que era,
simplemente, una especie de archivo en el que iba guardando las cosas que me
interesaban.
Normalmente apreciamos más las cosas
que más nos cuesta conseguir. De ahí podréis deducir lo
que significaba para mí poder leer, aunque fuera a trompicones, y
escribir con mi pluma de golondrina los pensamientos que encerraban esos
libros.
Para que os hagáis una idea de lo
que escribía en mi «Cartapacio» os voy a leer algunos
fragmentos; por ejemplo, estas estrofas al Buen Pastor:
Y esta otra, al Niño
Jesús:
Y para el Niño Jesús
recién nacido copié estos versos:
En la fiesta de los Reyes Magos
apunté lo siguiente:
Y para terminar, otra inspirada en los
discípulos de Emaús:
Ciertamente que son buenos o, al menos, a
mí me lo parecen. Pero no es cuestión, tampoco, de creer que yo
era un sabiondo que poseía ciencia infusa. Solamente con tener sentido
común y un poco de experiencia de lo que es Dios, basta para dar una
respuesta sensata de la propia fe; y eso es precisamente lo que yo
hacía.
Por los caminos de
Dios
Aunque no fuera sacerdote, y eso en
aquellos tiempos era bastante, me dieron algunas responsabilidades dentro de la
Orden. En una ocasión -y por breve tiempo- me hicieron Maestro suplente
de novicios. Yo me las apañé como pude para salir del paso,
tratando que los novicios fueran conscientes de su responsabilidad ante la
llamada del Señor. Y parece que no fue mal del todo, pues muchos
años después aún se acordaban, para bien, de este
excepcional episodio.
Algo más sencillo fue el hacer de
correo en dos ocasiones; una en que me enviaron a Jerez de la Frontera y otra a
París.
Como fuera que el Custodio, Francisco
Ximénez, se encontrara en su tierra y el Comisario que se había
quedado en Valencia necesitara enviarle unos papeles urgentemente, se
pensó en mí para que hiciera de correo y se los entregara. Yo
acepté y me puse en camino, llegando en poco tiempo. Le entregué
los papeles y, durante el tiempo que me quedé para descansar,
aproveché para visitar algunas familias, entre ellas la de un hermano
del Custodio.
A pesar de que me costó lo
mío, al fin conseguí que dejaran venir a su hijo Juan conmigo
para que estudiara en Valencia y pudiera después ingresar en la
Orden.
Durante la vuelta traté de cuidarlo
como si fuera mi propio hijo, ya que sólo tenía catorce
años. Procuré que no bajara de la mula, aunque yo fuera a pie; y
la comida que compraba en las posadas se la dejaba para él, a mí
me bastaba con los trozos de pan que me daban de limosna. Por las noches
dormíamos en los pajares y, como en las madrugadas refrescaba, lo
cubría con mi manto. Una vez nos encontramos con un caballero que
venía pidiendo limosna. Unos pastores le habían soltado los
mastines para divertirse viendo cómo le destrozaban el vestido. Lo
acogimos en nuestra compañía e hicimos juntos el viaje. Al grupo
se añadió también un padre jesuita que, con mucho ejemplo,
hacía el viaje a pie.
Yo no sé los demás, pero mi
aspecto debía ser tan sospechoso, que un alguacil de Granada me
confundió con un mendigo y me quería encerrar en el calabozo.
Menos mal que, después de explicarle la situación y
enseñarle la obediencia, me dejó ir.
Al salir de Caravaca con un sol de
María santísima, y no llevar provisión de agua, el
muchacho empezó a sentir sed. Por mucho que busqué no lograba
encontrar charco ni fuente alguna, hasta que me topé con unos juncos y
se los arranqué para que los chupara y pudiéramos llegar a
Calasparra, donde comimos y bebimos hasta saciarnos.
De camino a Jumilla, y por coger una
traviesa, nos encontramos con una acequia tan ancha que no la podíamos
saltar. Sólo había un tronco fino y retorcido que hacía de
puente. Y al intentar pasar por él, me resbalé y caí al
agua. La verdad es que no me molestó tanto el chapuzón como la
risa del chaval al verme patas arriba.
El viaje a París fue más
largo y dificultoso. La Custodia tenía ya los suficientes conventos para
ser Provincia, pero esto sólo podía concederlo el General, que
estaba en París. Por lo que aquí me tenéis, camino de
Francia, sin conocer demasiado por donde me metía.
Los hugonotes o calvinistas, que negaban el
primado del Papa y la presencia real de Cristo en la Eucaristía,
habían invadido buena parte de Francia. Con estos pretextos religiosos
se habían enfrentado protestantes y católicos haciendo
barbaridades. Nada más entrar en Francia, un grupo de calvinistas me
detectó y empezaron a gritar: «¡Al papista! ¡Al
papista!» Yo no entendía nada; pero una lluvia de piedras me hizo
caer en la cuenta de que iban contra mí. Agaché la cabeza y me
escabullí como pude, aunque me alcanzó alguna piedra.
La segunda vez, en Orleans, tuve más
suerte. Se metieron conmigo descalificando al Papa y a la Eucaristía. Y
ahí sí que no me pude callar. Con voces y gestos me hice entender
afirmando la autoridad del Papa y la presencia de Cristo en la
Eucaristía. La respuesta fue otra lapidación, pero sin
consecuencias.
Lo más chocante me sucedió en
un pueblo donde había muchos luteranos. Tras gritarme y zarandearme, uno
de ellos me cogió y me encerró en una pocilga. Yo creía
que era el fin. Pero no; a la mañana siguiente me abrió la
puerta, me dio limosna y me despidió. Así pude llegar hasta
París y entregarle la documentación al General.
Me pasaron muchas más cosas, pero
sería largo contarlas. Una prueba de que lo pasé mal es que
salí de Almansa con el pelo negro, y volví ya con muchas canas, a
pesar de que no llegaba a los cuarenta años.
Al atardecer de la
vida
Viviendo mi vida y yendo de un convento a
otro, pasé mis últimos años. De Játiva me mandaron
a Villarreal, y allí estuve hasta que Dios quiso. Seguí haciendo
de todo: portero, limosnero, etc., y el pueblo me veneraba como un santo.
Venían a pedirme cosas y yo -la verdad- no me podía negar. Pero
de ahí a que hiciese milagros, dista mucho. Lo único que
hacía era pedir al Señor por ellos y, muchas veces, el
Señor se lo concedía.
Lo que me alegraba de verdad era la visita
de los niños cuando venían a verme. Yo les imponía las
manos, a modo de caricia, y les daba alguna fruta de la huerta. Cuando ya no me
quedaban, lo suplía con algún ramillete de flores. A pesar de que
yo siempre fui recio y fornido, notaba que las fuerzas me iban abandonando. No
obstante seguía trajinando por el convento; iba y venía,
abría la puerta, cocinaba la comida para los pobres y salía a
pedir limosna por la ciudad. Pero yo presentía que estaba llegando al
final del camino. Por eso pedí a un hermano joven que me lavara los pies
para recibir la unción de enfermos.
Era domingo y todavía salí a
pedir por la ciudad. Pero al acostarme por la noche vi que la cosa iba en
serio. A la mañana siguiente no pude levantarme a abrir la puerta de la
iglesia, por lo que tuve que dar las llaves a otro hermano para que lo
hiciera.
Llamaron al médico y mandó
que me acostaran en una cama con colchón y sábanas y me pusieran
una camisa más suave en vez del hábito. Entonces fue cuando
percibí que no era un simple dolor de costado lo que
tenía.
El médico fue sincero y me dijo que
era una enfermedad mortal, animándome para que no me asustara. Pero yo
no tenía miedo, porque confiaba que el Señor me acogería
en sus brazos. Me dieron la unción y el viático, y me
quedé sereno esperando la hermana muerte.
Al enterarse la gente del pueblo
empezó a venir para visitarme y que les diera la última
bendición. El primero en llegar fue el hijo pequeño del
médico. Yo le puse las manos sobre su cabecita y le dije: «Que
te bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, criatura de Dios, y
que te haga amigo de los pobres».
El único consuelo que me quedaba era
mirar el crucifijo que tenía enfrente e ir desgranando las cuentas del
rosario.
Cuando llegó la mañana del
domingo, supe que estaba en la recta final. Me levanté para ponerme el
hábito pero no pude, y me tuvieron que ayudar. Pedí que me
acostaran en el suelo, y no lo consintieron. Las campanas daban el
último toque para la misa mayor. Durante unos momentos me invadió
la angustia e invoqué el nombre de Jesús. Mientras miraba
fijamente al crucificado sonó la campana de la elevación. El
Señor venía a por mí. Yo le di la mano a mi confesor, el
P. Jaime Morales, y me marché pronunciando el nombre de
Jesús.
Era el 17 de mayo de 1592, fiesta de
Pentecostés. Tenía 52 años, de los cuales veintiocho los
había pasado como fraile.
Al enterarse la gente de que había
muerto, acudieron al convento para verme y, sobre todo, tocarme. Tal era el
gentío, que tuvieron que bajarme a la iglesia para que pudieran
acercarse con más comodidad. Así estuve tres días.
Como tenía fama de que era un santo
-pobre de mí-, empezaron los rumores de que mi cadáver sudaba,
tenía color y estaba flexible, lo cual estaba dentro de las
posibilidades. Pero lo más chocante es que, en mi funeral, cuando el
sacerdote levantó la hostia y el cáliz para la adoración,
algunos me vieron abrir los ojos. ¡Qué necesidad tendría yo
de ver el Sacramento, cuando ya estaba disfrutando de la presencia gloriosa de
Jesús! No obstante reconozco que es una forma de expresar mi fe en la
Eucaristía, lo cual sí que fue cierto.
Cuando me tocó morir, no estaba
presente el Custodio, Fr. Juan Ximénez, por lo que se enfadó de
que no hubiesen llamado a un pintor para que inmortalizara mi figura.
La verdad es que no había para
tanto. Pero el P. Ximénez se empeñó y me hizo un retrato
literario que describe así:
«Fue el santo Pascual de estatura
mediana, muy bien hecho y proporcionado en todos sus miembros. El rostro no
hermoso, mas gracioso, agradable y alegre, la frente redonda y con entradas muy
altas, que venían a hacer una punta de cabellos sobre la misma frente,
con algunas, dos o tres, arrugas en ella, y así en algo tiraba a
calvo.
»Los ojos azules, pequeños;
hundidos, alegres y vivos, mas reposados y honestos. Los párpados
arrugados, y con esto las pestañas negras, parece los traía
alcoholados, y así se suplía su pequeñez. Las cejas
arqueadas, no sutiles, la nariz alta, pequeña y bien
proporcionada.
»La boca mediana y una cicatriz, que
bajo el labio tenía hacia la barba, le tiraba un poco el labio, de modo
que no le afeaba, mas antes le hacía parecer que se iba siempre riendo.
Las orejas medianas, las mejillas coloradas.
»Moreno el color, mas vivo y muy
templado. En el cuello, que era grueso, tenía una o dos arrugas. La
barba no muy poblada y entrecana. Sus manos y sus pies eran muy proporcionados,
aunque llenos de callos, de los trabajos corporales y del andar
descalzo.
»Fue de carnes llenas, mas enjutas.
Tuvo fuerza y entera salud hasta cinco o seis años antes de su muerte.
Confío en Dios que, juntos con un buen pintor, algunos que le conocimos
y le tenemos estampado en el alma, hemos de hacer un retrato que se le parezca
mucho».
A partir de esta descripción,
pintaron un cuadro que está en la sacristía de mi pueblo,
Torrehermosa, y que vosotros tenéis en la portada. Si no es una
fotografía, creo que se acerca bastante a lo que fui yo, pues nunca me
miré en ningún espejo.
De todos modos, lo importante no es que
sepáis como fui y lo que hice, sino que mi vida os ayude a encontrar la
felicidad en el servicio a los demás y en la búsqueda de
Dios.
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