Tener presente a esta mujer excepcional, es recordarnos a todos, que somos hombres y mujeres de Iglesia, que nos debe preocupar y doler, la marcha de la misma, y que tenemos que trabajar y orar siempre por ella, para que todos, seamos cristianos coherentes, que demos siempre un buen testimonio de nuestra fe.
Santa Catalina, con su ejemplo y su vida, con su fe y su oración, logró que la Iglesia permaneciera unida, y no olvidara el fin que tiene y la meta a la que se dirige.
Catalina fue el último de los vástagos del tintorero Giacomo
Benincasa y de su mujer Lapa di Puccio. Antes de ella habían
venido veintidós. La casa de los Benincasa se alzaba, se alza
todavía, en la ladera de la colina sobre la cual se asienta la
ciudad de Siena: una casa espaciosa, que respira bienestar,
honradez
y trabajo; la casa de un industrial cuyos negocios van viento
en popa;
abajo, la tintorería; en medio, las habitaciones; arriba, la
terraza con su jardín, y una gran cocina donde se come, se
hila,
se cose y se charla en las veladas invernales, bajo la
dirección
de Giacomo, que habla poco, y de Lapa, mujer sin malicia, pero
ducha
en los negocios, que dispone y decide con aire autoritario;
una indómita
energía y una dulzura inalterable, los dos rasgos
característicos
de la hija. De abajo subía un olor a tintes, pero la atmósfera
moral en que creció Catalina era pura y a la vez alegre.
Alegre
también era la niña; alegre, viva, y tan graciosa, que
la llamaban Eufrosina, el nombre de una de las Gracias. Pero
un día,
atravesando la calle con un hermano suyo, vio un trono de oro,
y en
él, rodeado de sus ángeles, al Redentor del mundo, que
la miraba, la sonreía y trazaba sobre ella una cruz, como hace
el obispo cuando da su bendición. Tenía entonces seis
años; pero a partir de esa hora dejó de ser niña.
Había visto al Señor, y la voz que en otro tiempo sacaba
de entre sus redes a los discípulos, sonaba ahora en su alma,
dulce y penetrante como un lejano tañido de campanas.
Creyéndose
con vocación eremítica, descubrió en su casa un
escondrijo sombrío y allí se refugiaba y jugaba a la ermitaña,
rezando y ayunando, mientras los demás comían, y flagelándose
con una disciplina que ella misma había fabricado. Al poco
tiempo
esto le pareció un simulacro, y una mañana, habiéndose
provisto de un pan, abandonó la casa, resuelta a irse por el
ancho mundo. Allá abajo, el valle se abría entre peñascos,
y en los peñascos abrían su boca las cavernas. En una
de ellas entró la niña, y empezó a rezar con tal
fervor, que todo desapareció en torno suyo y le parecía
flotar en un mundo de luz resplandeciente, hasta que su cabeza
tocó
en la bóveda de la roca, y del golpe se despertó. Entonces
tuvo miedo. Pensó volver a casa, pero ya era tarde; el sol
descendía,
las campanas tocaban a Vísperas, las puertas de la ciudad se
cerrarían de un momento a otro. Mientras pensaba en su
situación,
vio pasar una nube ante sus ojos, sintió que flotaba de nuevo,
y, sin saber cómo, se encontró más allá
de las murallas. Así fracasaron sus proyectos anacoréticos.
Pero había comprendido que su vida debía consagrarse a
Jesús; arrodillada delante de la Madona, decía: «
¡Oh Virgen María!, concédeme la gracia de tener
por Esposo al que amo con toda mi alma, tu Hijo santísimo y mi
Señor Jesucristo. Le prometo no aceptar a otro jamás.»
A los siete años, Catalina era la noviecita de Jesús,
y como tal se esforzará en cumplir la voluntad de su Esposo.
Ahora bien, pensaba en su interior, la voluntad de Jesús es
que
domemos nuestra naturaleza. Desde entonces, apreciando las
penitencias
comenzadas en la bodega y los graneros, la niña se condenó
a no comer más que pan y legumbres. Colocaba la carne en el
plato
de sus hermanos, o bien la tiraba por debajo de la mesa a los
gatos.
A los doce años empezó la lucha irremediable. Lapa estaba
inquieta por su hija. Observaba que no se asomaba a la ventana
para
ver pasar a los muchachos, que mientras barría el portal no
cantaba
canciones de amor. Sin embargo, ella tenía sus
planes. «Lávate
algo más a menudo—decía a Catalina—; péinate
con más cuidado; trata de agradar a los hombres.» La niña
se mostraba rebelde a estos consejos. Sólo una temporada llegó
a vacilar, seducida por la hermana a quien más quería.
Hasta consintió en ir al baile con un hermoso atavío,
pintada la cara y los cabellos teñidos de rubio, como lo
exigía
la moda. Al poco tiempo aquella hermana se le murió, y
Catalina
volvió a su vida de reclusión y de penitencia, orando
mucho, comiendo poco y durmiendo lo menos posible. Como señal
de su decisión, cogió las tijeras y su cabellera de oro
rodó por el suelo. Lapa, sin embargo, no cedía; sus hijos
la ayudan en la lucha, hasta que el tintorero se puso serio, y
un día,
después de comer, dijo con toda gravedad: «Que nadie se
atreva en adelante a atormentar a mi hija amadísima; dejémosla
que sirva a su Esposo libremente, a fin de que interceda por
nosotros.»
Y siguieron las visiones y revelaciones. Diariamente el
Paraíso
se abría para ella. En la calle, lo mismo que en la celda, se
encontraba con visitantes misteriosos. A veces los huéspedes
le sorprendían en el jardín, cuando a la hora del crepúsculo
se paseaba por las avenidas bordeadas de alhucemas, entre las
rosas
y los lirios. Una tarde la charla con el Señor y con María
Magdalena se prolongó tanto, que la virgen tuvo que decir:
«Maestro,
no conviene que permanezca fuera a estas horas; permíteme que
me retire.» Y oyó esta respuesta: «Haz lo que quieras,
hija mía.» Y como Catalina se levantase para bajar a su
celda, Jesús y la Magdalena la siguieron hasta su cuarto. Los
tres se sentaron en el banco y hablaron como buenos amigos:
Jesús,
a la derecha; la pecadora, a la izquierda, y el ama de casa,
en medio.
Otras veces Catalina se quedaba en la ventana sondeando las
profundidades
del Cielo y escuchando en la lejanía el canto de las milicias
bienaventuradas. « ¿No oís cómo cantan?—exclamaba
entonces—. Los que más han amado tienen las voces más
hermosas. ¿No oís la voz de la Magdalena?» Ninguna
visión tan memorable como la de aquel día en que, rodeado
de sus santos. Jesús le puso un anillo en el dedo, mientras
David
tocaba el arpa. Y no fue una alucinación. Al extinguirse la
claridad
celeste, el anillo de desposada brillaba en la mano de
Catalina. Llevólo
a sus labios y lo contempló con transportes de júbilo.
Era un anillo de oro con un gran diamante rodeado de cuatro
perlas pequeñas:
el duro diamante de la fe y las perlas de la pureza de
intención,
de pensamiento, de palabra y de acción. En adelante, Catalina
llevó siempre su anillo nupcial, pero sólo era visible
para ella, y a intervalos desaparecía a sus ojos, con lo cual
conocía que su Esposo no estaba contento de ella. Entonces
lloraba
amargamente, confesaba su falta, y el anillo volvía a despedir
sus vivos resplandores.
Catalina
acababa de cumplir los veinte años. Por este tiempo era ya
mantellata,
vestía el manto negro y la túnica blanca de la Orden Tercera
de Santo Domingo. Además, había aprendido a leer. Una
de sus compañeras le procuró un alfabeto, y pronto pudo
leer el Breviario, que fue siempre su libro favorito, después
del de las estrellas y las flores. Tenía pasión por las
flores. En sus sueños veía a los ángeles bajar
del Paraíso con guirnaldas de lirios y ponérselas en su
cabeza. Cuando vagaba por el jardín, reunía flores en
forma de cruz y se las enviaba como un saludo a las personas
piadosas.
Aunque no era extraordinariamente bella, tenía una gracia
sobrenatural
que subyugaba. «En la época en que la conocí—decía,
un joven dominico—, era joven y su cara parecía dulce y
alegre; yo era joven igualmente, y, sin embargo, no sentía en
su presencia el embarazo que hubiera experimentado delante de
otra muchacha,
y cuanto más hablaba con ella, más se apagaban las pasiones
humanas en mi corazón.»
Este poder de atracción se revelará pronto en toda su
plenitud. La mística se va a convertir en mujer de acción.
Marta Catalina se llamará ella, aludiendo a este nuevo sesgo
de su vida. Jesús se presentaba ahora a la puerta de su celda
suplicando que la abriese, no para entrar Él, sino para que
ella
saliera. «Soy una mujer ignorante—respondía ella
resistiendo—: ¿qué podría yo hacer?»
Y el Señor respondía: «Para Mí no hay hombres
ni mujeres sabios ni ignorantes.» Desde entonces Catalina
confundió
su vida con la de sus prójimos. En el libro que dictó
al fin de su juventud, que fue también el fin de su vida, en
aquel libro donde escribió su corazón, Jesús le
habla de esta manera: «No podéis serme útil en nada;
en cambio, os es posible acudir en auxilio del prójimo. El
alma
que ama mi verdad, no se cansa nunca de prodigarse en auxilio
de los
demás.»
Desde este momento la vemos tomar parte en todos los
quehaceres domésticos,
buscar a los pobres, interesarse por los pecadores, obrar
conversiones
maravillosas, cuidar a los enfermos, procurar la salvación de
los moribundos". «Señor—clamaba en un éxtasis—,
quiero que me prometas la vida eterna para todos mis
parientes, para
todos mis amigos; pruébame que me atiendes. Señor; dame
una prenda cierta de que harás lo que te pido.» En el mismo
momento experimentó un vivo dolor, y viendo un clavo de oro
que
taladraba su mano, prorrumpió en aquellas palabras que solía
decir siempre que experimentaba un padecimiento físico:
«Alabado
sea mi dulce, amabilísimo y amado Esposo y dueño Jesucristo.»
Pero no se contentaba con orar, sino que obraba: todo cuanto
había
en la casa del tintorero iba a parar a las manos de los
pobres. Catalina
tenía permiso de su padre para disponer de ello, y su conducta
era bendecida, porque los toneles estaban siempre llenos, los
panes
no se acababan nunca en la panera. En cuanto a los enfermos,
cuanto
más repugnantes, más atraían la atención
de la joven. Los días se le pasaban con frecuencia en el
hospital
de los leprosos, cosechando el desprecio en vez de la
gratitud. En él
vivía una anciana llamada Tecca, abandonada de todos. Era
regañona
y altiva, una razón más para que Catalina la asistiese.
Se constituyó en su sirvienta, soportando las injurias con
alegría.
A veces, la leprosa solía recibirla con palabras irónicas,
como éstas: «Bien venida seáis, reina de Fontebranda.
¿Dónde se ha entretenido la reina esta mañana?
¿Ha sido en la iglesia de los hermanos? Parece que la reina no
se harta de la sociedad de los frailes.» Pacientemente, sin
pronunciar
palabra, Catalina cumplía con su oficio de enfermera, azorada
por las burlas de la vieja, que desde el fondo del catre la
seguía
con mirada de odio y de befa. Lapa supo algo de esto, y decía
a su hija: «Te expones al contagio por esa imbécil, y no
podría soportar que cogieses la lepra.» En las manos de
Catalina apareció una erupción sospechosa, pero ella siguió
frecuentando el hospital, y cuando Tecca murió, su incansable
enfermera amortajó al repugnante cadáver y le dio tierra
con sus propias manos.
Los prodigios sucedían a los prodigios: ayuno de meses,
cambio
de corazón entre Jesús y Catalina, estigmatización,
conversiones ruidosas, aromas misteriosos, muerte mística. La
muerte mística llenó de alarma a toda la ciudad. Se dijo
que Catalina había muerto realmente, que se había roto
su corazón y exhalado su espíritu. La casa se llenó
de gente. Todos la vieron pálida, inmóvil, en la cámara
mortuoria; todos sollozaban, cuando la vida reapareció en las
mejillas, el corazón volvió a palpitar, los ojos se abrieron,
miraron tristes en torno y empezaron a derramar torrentes de
lágrimas.
«Sí—dijo entonces—, mi alma estaba separada
de mi cuerpo; recorrí los reinos de la eternidad; me asomé
a las mansiones del infierno; vi los horrores del purgatorio y
presencié
la alegría de los santos en la eterna beatitud.» Y Catalina
oraba, lloraba, sin poder consolarse de su retorno. De sus
labios ardientes
salían palabras entrecortadas, reveladoras del incendio de su
amor: «O sposo, o giovane amabilissimo, amatissimo giovane»
Y tan pronto lloraba como reía; y su rostro cambiaba de color,
ahora blanco como la nieve, ahora rojo como el fuego, «¡Oh
amor, amor—clamaba—; eres lo más suave! ¡Oh
eterna belleza, tanto tiempo desconocida, tantos siglos velada
por el
mundo!
¡Oh Esposo, Esposo! ¿Cuándo..., cuándo?,..
¿Por que no ahora?»
Ahora no; había que hacer muchas cosas en la tierra; había
que convertir muchas almas, y sostener muchos combates, y
correr muchos
caminos. Y la amable virgen, l’allegra et festosa vergine, que
dicen las viejas crónicas, se entregó animosamente a la
voluntad del Señor. A los veinticinco años empieza su
vida pública, interviniendo en la política italiana,
negociando
la paz entre los pueblos, poniendo la mano en el timón del
bajel
de la Iglesia. Los Papas y los príncipes piden su consejo.
Atraviesa
las provincias italianas hablando de la fe y del perdón;
aparece
en Pisa y en Florencia, en Aviñón y en Roma; escribe a
los capitanes y a los tiranos, a los legados del Papa y a los
cardenales;
decide la traslación de la corte pontificia a Roma, y las
repúblicas
italianas piden su intervención para poner fin a las
discordias.
Sin ninguna experiencia de la política, se coloca frente a los
más altos poderes de su tiempo. Y no ruega; exige, manda:
«Deseo
y quiero que obréis de esta manera... Mi alma desea que seáis
así... Es la voluntad de Dios y mi deseo... Haced la voluntad
de Dios y la mía... Quiero.» Así hablaba a la reina
de Nápoles, al rey de Francia, al tirano de Milán, a los
obispos y al Pontífice. Ese audaz quiero es la varita mágica
con la que llama a todas las puertas y a todos los corazones, y
si realmente
las puertas se le abren, es que en su acento vibra una
admirable potencia
de verdad. En su semblante hay algo que intimida y seduce al
mismo tiempo.
Bien se vio el día de la insurrección de Florencia. Catalina
ha ido allí para tratar la paz con Roma; pero el pueblo no
quiere
paz: se amotina, saquea y recorre las calles gritando: «
¿Dónde
está la hechicera? Queremos hacerla pedazos.» Al oír
los rugidos, la sienesa deja el jardín y avanza hacia las
turbas,
pero nadie se atrevió a tocarla: «Lloro—escribía
al día siguiente— porque la multitud de mis pecados es
tan grande, que no he merecido cimentar con mi sangre una sola
piedra
del edificio místico de la Santa Iglesia. Parecía como
si las manos dispuestas a herir estuviesen atadas. «Aquí
estoy—les decía yo—; tomadme y dejad a los que me
acompañan.» Pero estas palabras eran como puñaladas
que atravesaban los corazones.»
Los florentinos la habían llamado hechicera. Era el juicio
que
se formaban de ella muchos de sus contemporáneos. Se le
reprochaban
su abstinencia total de alimento y de bebida, sus éxtasis, sus
visiones, y aquella doble vista con que adivinaba el fondo de
los corazones.
Por el olor deducía la presencia del pecado en un alma. La
corte,
tan brillante, de Aviñón le olía peor que los apestados
del hospital de Siena. Estas cosas escandalizaban a muchas
gentes. Empezaron
las habladurías y las acusaciones. Hasta los predicadores
hablaban
en el pulpito contra la hija del tintorero. Ella callaba. Su
silencio
y su mansedumbre eran la mejor de todas las defensas. Los
mayores enemigos
se convertían, con sólo verla, en sus admiradores más
entusiastas. Una influencia sobrenatural les transformaba, sin
ellos
darse cuenta. Así le sucedió a un gran predicador franciscano.
Una tarde irrumpió en el cuarto de la santa. Ella le invitó
a tomar asiento en el baúl de los vestidos, después de
sentarse en el suelo. Hubo unos instantes de silencio, que
interrumpió
el fraile con estas palabras: «He oído hablar mucho de
tu santidad, y vengo con la esperanza de llevarme alguna
palabra de
edificación y de consuelo.» Catalina, sospechando el lazo,
respondió: «Es para mí grande alegría el
veros, porque seguramente, con el conocimiento que tenéis de
la Escritura, vais a fortalecer e iluminar mi alma.» Aquello
era
un torneo, en el que dos adversarios hábiles median sus
fuerzas
respectivas. Catalina rehusó descubrirse ante el teólogo,
y el toque del ángelus fue la señal para la separación
de los contendientes. Catalina acompañó hasta la puerta
a Fra Lazarino, y, arrodillándose, le pidió su bendición.
Él se marchó defraudado. Acostóse al punto, porque
al día siguiente debía predicar. Pero se levantó
profundamente triste; el mal humor aumentaba conforme avanzaba
el día;
tuvo que suspender el sermón, y las lágrimas no cesaban
de correr por sus mejillas. Indagaba la causa, sin resultado
alguno,
hasta que, al llegar el crepúsculo, se le vino a la memoria su
entrevista con Catalina. Entonces lo comprendió todo, y, más
sereno, fue en busca de la virgen para confesarle la vanidad y
la suficiencia
de su alma, y suplicarle que le perdonase la persecución de
otros
días.
Fray Lazarino se convirtió en un ferviente caterínato,
en un amigo e imitador de Catalina. En torno de la sienesa
vemos constantemente
un grupo, una brigada, decía ella, de hombres y mujeres que en
gran parte han sido reclutados de entre sus más decididos
adversarios.
Pero ahora la admiran y no aciertan a separarse de ella. Son
los caterinatos.
Van a visitarla con frecuencia, la escoltan en sus viajes,
escuchan
su doctrina, siguen religiosamente su dirección y la llaman su
madre mamma. Ella los ama como a hijos, se hace responsable de
sus pecados,
los ayuda a salir del vicio, los guía por los caminos de la
perfección
en santas conversaciones y les escribe cartas penetradas de
unción
amorosa y de santa doctrina: «Queridísimo hijo en Cristo,
el dulce Jesús—escribía a uno de estos devotos—,
parece como si el demonio te hubiese encadenado de tal suerte,
que no
puedas retornar al redil, y yo, tu pobre madre, voy buscándote
y llamándote, porque quisiera llevarte sobre los hombros de mi
dolor y mi compasión para ponerte en el camino recto. Haz como
el hijo pródigo. Tú también eres pobre y necesitado:
tu alma muere de hambre. ¡Ay.! ¡Cuan digna soy de lástima!
¿Qué ha sido de tus piadosas resoluciones? Rompe esa cadena;
no te dejes engañar del demonio, no te alejes de mí. Ven,
ven, queridísimo hijo. Bien puedo llamarte querido, cuando
tantas
lágrimas y angustias me cuestas.»
Había
aprendido a escribir. «A fin de que pueda dilatar mi
corazón—decía
ella—para impedir que estalle algún día, la Providencia
me ha dado la facultad de escribir. No habiendo llegado para
mí
la hora de dejar las tinieblas de este mundo, esta facultad ha
surgido
en mi alma como cuando un maestro enseña a su discípulo
lo que debe hacer. He tomado lecciones como en sueños con el
glorioso evangelista San Juan y con Santo Tomás de Aquino.»
Fue una iniciación interior; sus misteriosos maestros le
presentaban
los modelos, y no tenía más que copiar lo que veía.
Esto sucedió en el curso de un éxtasis. Y fue escritora,
una gran escritora. Escribió bellos himnos, que ella misma
cantaba
en sus viajes con voz tan límpida, que dejaba a todos
maravillados;
escribió sus epístolas a sus discípulos., y sus
Cortas a los grandes de la tierra, y escribió, sobre todo, el
libro del Diálogo, mensaje inflamado a todos los hombres de
buena
voluntad, dictado en una tempestad de pasión por el honor del
Esposo, enriquecido con un caudal prodigioso de experiencias
terrenas
y celestes, iluminado con todas las claridades de una vibrante
poesía.
Juglar de Dios, como Francisco de Asís, Catalina poseía
en alto grado el don esencial del poeta: el de crear la imagen
perfecta.
Sus comparaciones se han hecho clásicas. A veces son
humorísticas,
como cuando llama al Breviario la «esposa del sacerdote»,
porque acostumbraba a pasearse con él bajo el brazo. Las
tentaciones
son como las moscas, que no se acercan a la olla hirviendo; la
virtud
se malea en medio del mundo, como la flor pierde su perfume si
está
mucho tiempo en el agua; la cruz es el bastón de nuestra
peregrinación;
junto al castillo del alma ladra el perro de la conciencia, un
perro
que bebe sangre y come fuego: la sangre de Cristo y el fuego
del Espíritu
Santo. La imagen, para esta santa poetisa, no era más que un
vestido del pensamiento, un vestido hermoso y sutil para
cubrir un pensamiento
grave, profundo y delicado, del mismo modo que este mundo sólo
tiene valor como una preparación de otro mundo mejor. Para
ella,
la vida presente, en sí misma considerada, «es sólo
tinieblas y amargura, hediondez e inmundicia, prisión
asquerosa
y sombría. Todo desaparecerá—nos dice—, y
¿qué os quedará luego sino un puñado de
hojas secas?» Aquella tenue sonrisa que, según sus biógrafos;
se dibujaba constantemente en sus labios, debía de estar llena
de compasión y de melancolía.
Catalina, naturaleza enérgica, más dominante, menos dulce
que Francisco de Asís, tiene, al dejar este mundo, unos
momentos
sombríos. No muere cantando como el Poverello. Es en Roma, en
la Vía di Papa. Apenas ha cumplido treinta y tres años;
pero yace sobre unas tablas luchando con la muerte. Y con el
diablo.
Los caterinatos la rodean, y uno de ellos nos dice: «Poco
después
de recibir la Extremaunción, cambió de aspecto y empezó
a mover la cabeza y los brazos, como si sufriese violentos
ataques de
los espíritus infernales. El combate se prolongó por espacio
de media hora. Luego empezó a exclamar: «Pecavi, Domine,
misere mei.» Repitiólo sesenta veces, y a cada vez levantaba
el brazo y lo dejaba caer pesadamente sobre su lecho. Luego se
metamorfoseó
completamente; su rostro, antes ensombrecido, volvió a ser
como
el de un ángel; los ojos, hasta entonces empañados de
lágrimas, adquirieron tan gozoso resplandor, que nos fue
imposible
dudar que, sublimándose a la superficie de un océano sin
fondo; había sido devuelta a sí misma; y esto dulcificó
nuestro pesar, puesto que nosotros, sus hijos y sus hijas, que
la rodeábamos,
estábamos profundamente abatidos.»
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