Aquel Domingo, 20 de Octubre, él quiso levantarse con presteza de la cama en la que se encontraba ya en
las últimas. Venía cansado de
un largo camino de calvario.
Había luchado hasta
el final de forma confiada y
pacífica, aceptando
de antemano la hora
predeterminada.
Cuando aquella mañana se
abrió la puerta dijo “aquí estoy”, y sonrió… y se puso a caminar por la senda
que lleva al cielo.
Había nacido en Zújar y su andadura por este mundo
rebasaba en unos meses los ochenta años.
Tras los estudios en Málaga y Granada pidió ser
consagrado como sacerdote católico. Contaba entonces veinticuatro años.
Y en el ardor de su juventud comenzó un servicio
sacerdotal que le llevó desde la costa motrileña hasta los pueblos alpujarreños
de Alcázar, Fregenite y Olías, para pasar después a la zona de Sierra Elvira:
Tiena, Valderrubio, Escoznar, Pinos Puente.
Temporalmente fue misionero voluntario en
Hispanoamérica.
Su rica personalidad hizo que le llamaran para formar parte
de varios organismos diocesanos importantes, y en 1983 el arzobispo D.José
Méndez le confió la vicaría general del arzobispado, que lleva consigo algo
así como ser el “doble” de la mayor jerarquía eclesiástica en la Iglesia local.
Los muchos años al frente de esta gran responsabilidad
indica la confianza plena que el querido arzobispo, fallecido en el 2006,
depositó en él.
Su capacidad de diálogo, su simpatía y su sencillez de
corazón hicieron que sacerdotes, religiosos y laicos lo tuvieran como el hombre
cercano y honesto que se empeñaba en los asuntos que le proponían.
Su trato con él confortaba, al estilo del arzobispo
granadino -“el hombre más bueno que yo he conocido”, escribió
D. Manuel Montoya de él- , que lo llamó a su lado.
Los habitantes de los pueblos a los que ha servido –el
último, el Cerrillo de Maracena, tras su jubilación de canónigo y deán de la
catedral-, los miembros de los equipos del Movimiento Familiar Cristiano con
los que ha convivido la gozosa aventura de la fe, atestiguan su densa experiencia
religiosa y su sabiduría humana.
Su nombre resuena en los labios y en la memoria de
tantos que le trataron, como nosotros en nuestra parroquia, que lo queremos,
como justa respuesta a su total entrega.
Dice un salmo: “Mirad el desenlace de su vida para
saber la verdad de su existencia”.
Manolo Montoya ha certificado con creces su
autenticidad de cristiano durante los años que la enfermedad le ha atenazado.
Contaba sus achaques como si fueran de otro, sin el
menor gesto de tristeza y menos aún de rebeldía.
Le dolía que sus hermanos tuvieran que sufrir por él,
y disimulaba su agonía interior.
Abrazó la cruz amorosamente. Y se dejó caer en los
brazos del Padre.
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