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viernes, 5 de octubre de 2012

3 DE OCTUBRE. SAN FRANCISCO DE BORJA


Cuando contaba el Santo treinta y seis años de edad, perdió a su esposa, de la que había tenido ocho hijos. El Duque de Gandía decidió entonces entrar en la Compañía de Jesús, con la que se había relacionado durante su virreinato de Cataluña. Nombrado Superior General de la misma en 2 de julio de 1565, murió en 1572. Fue elevado a los altares por el Papa Clemente X en 1671.

Dos características queremos hacer notar en San Francisco de Borja: la primera, su humildad, camino obligado para la santidad; la segunda, su desprecio de las cosas mundanas, en paralelismo con la expresada virtud.
Tenía una ascendencia nobilísima. Por su padre, tercer Duque de Gandía, descendía de la familia de los Borja, a la que habían pertenecido los papas Calixto III y Alejandro VI, y que tanto brillaba en España y en Italia, por los días de su nacimiento. Por su madre, pertenecía a la familia del rey católico Don Fernando de Aragón.
Mereció el aprecio y la confianza del emperador Carlos V y de su esposa Isabel de Portugal; fue buen compañero de Felipe II; se le otorgó el nombramiento de Marqués de Lombay; ejerció el cargo de virrey de Cataluña desde 1539 a 1543; y al morir su padre, en este último año, heredó el ducado de Gandía.

Había contraído matrimonio, a sus diecinueve años, con la portuguesa Leonor de Castro, camarera favorita de la emperatriz, dechado de elegancia y de virtud.
La bella emperatriz falleció inesperadamente diez años después, en 1539, en la flor de la edad y en la cumbre de la grandeza terrena, produciendo el suceso un disgusto profundo en los dos esposos. Leonor de Castro fallecía, con no menor sorpresa de todos, en 1546, ocho años después de haber dado a Francisco el hijo octavo.
Si la primera muerte marca síquicamente el momento en que Francisco determina vivir de cara a Dios, con el corazón despegado de las cosas terrenas, la segunda pone en marcha una nueva vida externa del Duque de Gandía, convirtiendo el desasimiento afectivo en efectivo.
La última mirada al rostro de la emperatriz Isabel le hizo exclamar: «No quiero servir a Señor que se me pueda morir». La muerte de Leonor le coloca en plena ejecución de la renuncia al mundo. Proveyendo al bien de sus hijos, cede títulos y haciendas, se dispone a todos los sacrificios y planea la manera de entregarse totalmente al servicio de Dios.
Ya durante su virreinato en Cataluña —en el cual se distinguió por sus dotes de gobierno, especialmente por su ponderado juicio—, había tratado en Barcelona a los padres Araoz y Fabro, de la Compañía de Jesús, recientemente fundada, y había conocido al mismo San Ignacio de Loyola. Ahora, a raíz del fallecimiento de su esposa, se le presenta en Gandía el padre Fabro (el futuro Beato Fabro), con el cual conferencia largamente.
Resultado de sus detenidas conversaciones y de unos ejercicios espirituales, fervorosamente practicados, fue pedir la entrada en la Compañía. La suplicó a San Ignacio en carta que le entregó en Roma el propio Fabro.
San Ignacio lo admitió en la Orden; pero en la carta de respuesta le decía estas palabras: «El mundo no tiene orejas para oír tal estampido», por lo cual le exhortaba a conservar en secreto su propósito, mientras arreglase sus asuntos domésticos y procurase sacar el grado de doctor en Teología.
Cumplido todo ello, el 31 de agosto de 1550 Francisco se despedía de todos y se dirigía a Roma, acompañado de su hijo mayor y de un séquito de nobles. No se había hecho pública aún su decisión de vestir la sotana de jesuita.
Poco tardó, sin embargo, en estallar la noticia: la cual, como había previsto San Ignacio, causó verdadero estupor. Por concesión especial del Papa Paulo II, a petición de San Ignacio, Francisco había emitido secretamente, dos años y medio antes, la profesión solemne.
En la Ciudad Eterna fue destinado, por propio deseo, a la pequeña residencia de Santa María de la Estrada, donde durante cuatro meses tuvo largas conversaciones con el santo Fundador, y se ejercitó con los más modestos y pobres de la Casa.
Enviado a España a principios del año siguiente, para que se preparase a recibir las sagradas Órdenes, estuvo algún tiempo en Oñate, cerca de Loyola, y en mayo recibía ya el sacerdocio.
Celebró su primera misa en Loyola y cantó otra en Vergara, con gran solemnidad. Era ésta la voluntad del Papa, que concedió indulgencia plenaria a los que asistiesen.
Fue tal la aglomeración —unas veinte mil personas—, que tuvo que celebrarse el acto al aire libre.
Tanta resonancia y admiración había alcanzado la transformación del Duque, ahora sencillo jesuita, a quien todos querían contemplar con sus propios ojos. Pero más admiración había de causar su inmediata temporada de apostolado en su propia tierra —«Apóstol de Guipúzcoa» se le llamó—, predicando al pueblo, por orden de San Ignacio, catequizando a los más humildes, mendigando con imponente humillación lo más indispensable para sustentarse, pidiendo limosnas a los sencillos labradores, que escuchan y miran con embeleso al que llaman «el santo Duque».
Poco después, el establecimiento definitivo de la Compañía de Jesús en España y Portugal induce a Ignacio de Loyola a sacar del sencillo anonimato a Francisco de Borja y encargarle una misión diplomática de importancia.
De nuevo los honores, los cumplidos de la Corte. Pero ahora ya es diferente. Francisco ha pasado por el tamiz de la más cruda obediencia y disciplina y ejerce su cargo con entera entrega a Dios, aun en los momentos de nuevos aplausos. No es condición indispensable para la santidad el anonimato, o la obra sencilla. Sí lo es la sencillez de espíritu aun en las obras más grandes.
Obligado a salir de España precipitadamente, Francisco vuelve a Roma, y es elegido (por muerte del Padre Laínez) tercer Prepósito general de la Compañía de Jesús.
A las instituciones culturales de la misma y a la consolidación de la aún nueva Orden, es a lo que dedica su tiempo Francisco de Borja. Dándose cuenta de la importancia que la vida espiritual tiene para sus sacerdotes, especialmente en un tiempo en que la vida externa de la Iglesia aún no se ha consolidado en las directrices de Trento, manda a todos los jesuitas la hora de meditación diaria y otras prácticas ascéticas.
Rehúsa más de una vez la púrpura de cardenal, y se asocia con sumisión a los deseos de los papas, que cree beneficiosos para la Iglesia.
En el año 1571, aun cuando no de edad avanzada, pero sí avejentado por los trabajos y las penitencias, es, a pesar de todo, invitado por el Papa Pío V a acompañar al cardenal Bonelli en su viaje a España, Portugal y Francia, para tratar de diversas cuestiones referentes a la lucha contra los turcos. Es un golpe de muerte.
Al regresar a Roma, pocos días le quedan para prepararse al «paso del mundo al Padre». Fallece el 28 de septiembre de 1572. ¿A qué se debió esta humildad y obediencia que hicieron a Francisco dejar todas las cosas y seguir el camino de Dios hasta el sacerdocio más ferviente?
Llegamos así, cuando parecen finalizados nuestros datos biográficos, a la segunda característica que debemos considerar en el Santo: el desprecio de las cosas de aquí abajo.
El desprecio movido por la gracia de Dios, que dirigió los acontecimientos para que Francisco de Borja pasara por el trance de tener que descubrir el rostro, ya desfigurado por la corrupción, de la hermosa Isabel de Portugal. «No quiero servir a Señor que se me pueda morir”.
¡Cuánta sabiduría en la decisión! Frase repetida, quizá algo tópica, en las biografías de Francisco de Borja, pero no por eso menos sabia.
Es una de las buenas respuestas a aquella palabra de Jesucristo: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?».
Francisco puso todo el corazón en su determinio, que ciertamente pudo calificarse de heroico.
Decía más tarde el emperador Carlos V: «¿Qué es nuestra retirada del mundo, si la comparamos con la del Padre Francisco de Borja?».
La fidelidad absoluta al espíritu de aquella retirada fue el secreto más profundo de su santidad, de su vida despreocupada de toda otra cosa que no fuese el cumplimiento de su deber; fue asimismo el secreto de la serenidad de su muerte: la muerte de un hombre que no ha vivido esclavo de las miras humanas ni de los hombres mismos, sino entregado única y totalmente a Dios.

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