HORARIOS DE LAS MISAS

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PROCESIÓN VIRGEN DE FÁTIMA

PROCESIÓN VIRGEN DE FÁTIMA
PARROQUIA DEL CERRILLO DE MARACENA

GRUPO DE ORACIÓN "REINA DE LA PAZ Y PADRE PÍO" CERRILLO DE MARACENA

GRUPO DE ORACIÓN "REINA DE LA PAZ Y PADRE PÍO" CERRILLO DE MARACENA

ANIVERSARIO SACERDOTAL DE D. JOSÉ LUIS

ANIVERSARIO SACERDOTAL DE D. JOSÉ LUIS

NUESTRA MADRE DEL CARMEN DE ÍLLORA

CELEBRACIÓN VIRGEN DE LOURDES 2018 EN LA PARROQUIA DE ÍLLORA

sábado, 20 de agosto de 2011

HOMILIA DEL SANTO PADRE, EN LA EUCARISTÍA CELEBRADA EN LA CATEDRAL DE LA ALMUDENA DE MADRID, CON SEMINARISTAS DE TODO EL MUNDO.


Señor Cardenal Arzobispo de Madrid,

Venerados hermanos en el Episcopado,

Queridos sacerdotes y religiosos,

Queridos rectores y formadores,

Queridos seminaristas,

Amigos todos

Me alegra profundamente celebrar la Santa Misa con todos vosotros, que aspiráis a ser sacerdotes de Cristo para el servicio de la Iglesia y de los hombres, y agradezco las amables palabras de saludo con que me habéis acogido.

Esta Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena es hoy como un inmenso cenáculo donde el Señor celebra con deseo

ardiente su Pascua con quienes un día anheláis presidir en su nombre los misterios de la salvación. Al veros, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del evangelio al mundo. Como seminaristas, estáis en camino hacia una meta santa: ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre. Llamados por Él, habéis seguido su voz y atraídos por su mirada amorosa avanzáis hacia el ministerio sagrado. Poned vuestros ojos en Él, que por su encarnación es el revelador supremo de Dios al mundo y por su resurrección es el cumplidor fiel de su promesa. Dadle gracias por esta muestra de predilección que tiene con cada uno de vosotros.

La primera lectura que hemos escuchado nos muestra a Cristo como el nuevo y definitivo sacerdote, que hizo de su existencia una ofrenda total. La antífona del salmo se le puede aplicar perfectamente, cuando, al entrar en el mundo, dirigiéndose a su Padre, dijo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (cf. Sal 39, 8-9). En todo buscaba agradarle: al hablar y al actuar, recorriendo los caminos o acogiendo a los pecadores. Su vivir fue un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Heb 10,14).

La Eucaristía, de cuya institución nos habla el evangelio proclamado (cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de esa entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres.

En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.

Queridos amigos, os preparáis para ser apóstoles con Cristo y como Cristo, para ser compañeros de viaje y servidores de los hombres. ¿Cómo vivir estos años de preparación? Ante todo, deben ser años de silencio interior, de permanente oración, de constante estudio y de inserción paulatina en las acciones y estructuras pastorales de la Iglesia.

Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la redención del género humano. La santidad de la Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar.

Meditad bien este misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra formación con profunda alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de radical fidelidad evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y las personas en medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da en cada tiempo la gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y realismo. Por eso, en cualquier circunstancia en la que se halle, y por dura que esta sea, el sacerdote ha de fructificar en toda clase de obras buenas, guardando para ello siempre vivas en su interior las palabras del día de su Ordenación, aquellas con las que se le exhortaba a configurar su vida con el misterio de la cruz del Señor.

Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos cumplirla plenamente, pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta esperando alcanzarla (cf. Flp 3,12-14).

Pero Cristo, Sumo Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de sus ovejas hasta dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). Para imitar también en esto al Señor, vuestro corazón ha de ir madurando en el Seminario, estando totalmente a disposición del Maestro. Esta disponibilidad, que es don del Espíritu Santo, es la que inspira la decisión de vivir el celibato por el Reino de los cielos, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la austeridad de vida y la obediencia sincera y sin disimulo.

Pedidle, pues, a Él, que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales.

Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia.

Alentados por vuestros formadores, abrid vuestra alma a la luz del Señor para ver si este camino, que requiere valentía y autenticidad, es el vuestro, avanzando hacia el sacerdocio solamente si estáis firmemente persuadidos de que Dios os llama a ser sus ministros y plenamente decididos a ejercerlo obedeciendo las disposiciones de la Iglesia.

Con esa confianza, aprended de Aquel que se definió a sí mismo como manso y humilde de corazón, despojándoos para ello de todo deseo mundano, de manera que no os busquéis a vosotros mismos, sino que con vuestro comportamiento edifiquéis a vuestros hermanos, como hizo el santo patrono del clero secular español, san Juan de Ávila. Animados por su ejemplo, mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario para la salvación del mundo. Amén.

viernes, 19 de agosto de 2011

VIACRUCIS CON LOS JÓVENES Y EL PAPA EN MADRID


Plaza de Cibeles

Via Crucis

Queridos jóvenes:

Con piedad y fervor hemos celebrado este Vía Crucis, acompañando a Cristo en su Pasión y Muerte.

Los comentarios de las Hermanitas de la Cruz, que sirven a los más pobres y menesterosos, nos han facilitado adentrarnos en el misterio de la Cruz gloriosa de Cristo, que contiene la verdadera sabiduría de Dios, la que juzga al mundo y a los que se creen sabios (cf. 1 Co 1,17-19). También nos ha ayudado en este itinerario hacia el Calvario la contemplación de estas

extraordinarias imágenes del patrimonio religioso de las diócesis españolas. Son imágenes donde la fe y el arte se armonizan

para llegar al corazón del hombre e invitarle a la conversión. Cuando la mirada de la fe es limpia y auténtica, la belleza se pone a su servicio y es capaz de representar los misterios de nuestra salvación hasta conmovernos profundamente y

transformar nuestro corazón, como sucedió a Santa Teresa de Jesús al contemplar una imagen de Cristo muy llagado (cf. Libro de la vida, 9,1).

Mientras avanzábamos con Jesús, hasta llegar a la cima de su entrega en el Calvario, nos venían a la mente las palabras de san Pablo: «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Ante un amor tan desinteresado, llenos de estupor

y gratitud, nos preguntamos ahora: ¿Qué haremos nosotros por él? ¿Qué respuesta le daremos? San Juan lo dice claramente: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes. Al contrario, se hizo uno de nosotros «para poder compadecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre… Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza» (Spe salvi, 39).

Queridos jóvenes, que el amor de Cristo por nosotros aumente vuestra alegría y os aliente a estar cerca de los menos favorecidos. Vosotros, que sois muy sensibles a la idea de compartir la vida con los demás, no paséis de largo ante el

sufrimiento humano, donde Dios os espera para que entreguéis lo mejor de vosotros mismos: vuestra capacidad de amar y de compadecer. Las diversas formas de sufrimiento que, a lo largo del Vía Crucis, han desfilado ante nuestros ojos son

llamadas del Señor para edificar nuestras vidas siguiendo sus huellas y hacer de nosotros signos de su consuelo y salvación.

«Sufrir con el otro, por los otros, sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de la humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo» (ibid.).

Que sepamos acoger estas lecciones y llevarlas a la práctica. Miremos para ello a Cristo, colgado en el áspero madero, y pidámosle que nos enseñe esta sabiduría misteriosa de la cruz, gracias a la cual el hombre vive. La cruz no fue

el desenlace de un fracaso, sino el modo de expresar la entrega amorosa que llega hasta la donación más inmensa de la propia vida. El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor. La cruz en su forma y significado representa ese amor del Padre y de Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo.

Volvamos ahora nuestros ojos a la Virgen María, que en el Calvario nos fue entregada como Madre, y supliquémosle que nos sostenga con su amorosa protección en el camino de la vida, en particular cuando pasemos por la noche del dolor, para que alcancemos a mantenernos como Ella firmes al pie de la cruz.





PALABRAS DEL SANTO PADRE A LOS PROFESORES REUNIDOS EN EL MONASTERIO DE SAN LORENZO DEL ESCORIAL


Basílica de San Lorenzo

Encuentro con profesores universitarios jóvenes

Señor Cardenal Arzobispo de Madrid,

Queridos Hermanos en el Episcopado,

Queridos Padres Agustinos,

Queridos Profesores y Profesoras,

Distinguidas Autoridades,

Amigos todos.

Esperaba con ilusión este encuentro con vosotros, jóvenes profesores de las universidades españolas, que prestáis

una espléndida colaboración en la difusión de la verdad, en circunstancias no siempre fáciles. Os saludo cordialmente y agradezco las amables palabras de bienvenida, así como la música interpretada, que ha resonado de forma maravillosa en este monasterio de gran belleza artística, testimonio elocuente durante siglos de una vida de oración y estudio. En este

emblemático lugar, razón y fe se han fundido armónicamente en la austera piedra para modelar uno de los monumentos más renombrados de España.

Saludo también con particular afecto a aquellos que en estos días habéis participado en Ávila en el Congreso Mundial de Universidades Católicas, bajo el lema: “Identidad y misión de la Universidad Católica”.

Al estar entre vosotros, me vienen a la mente mis primeros pasos como profesor en la Universidad de Bonn. Cuando todavía se apreciaban las heridas de la guerra y eran muchas las carencias materiales, todo lo suplía la ilusión por una

actividad apasionante, el trato con colegas de las diversas disciplinas y el deseo de responder a las inquietudes últimas y fundamentales de los alumnos. Esta “universitas” que entonces viví, de profesores y estudiantes que buscan juntos la verdad en todos los saberes, o como diría Alfonso X el Sabio, ese “ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y

entendimiento de aprender los saberes” (Siete Partidas, partida II, tít. XXXI), clarifica el sentido y hasta la definición de la Universidad.

En el lema de la presente Jornada Mundial de la Juventud: “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (cf. Col 2, 7), podéis también encontrar luz para comprender mejor vuestro ser y quehacer. En este sentido, y como ya escribí

en el Mensaje a los jóvenes como preparación para estos días, los términos “arraigados, edificados y firmes” apuntan a fundamentos sólidos para la vida (cf. n. 2).

Pero, ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una sociedad quebradiza e inestable? A veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la mera capacitación técnica. Ciertamente, cunde en la actualidad esa visión utilitarista de la educación, también la universitaria, difundida especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior

al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano.

En efecto, la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana. Por ello, no es casualidad que fuera la Iglesia quien promoviera la institución universitaria, pues la fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), y del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios. Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo lo creado y contempla al hombre como una

criatura que participa y puede llegar a reconocer esa racionalidad. La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor.

He ahí vuestra importante y vital misión. Sois vosotros quienes tenéis el honor y la responsabilidad de transmitir ese ideal universitario: un ideal que habéis recibido de vuestros mayores, muchos de ellos humildes seguidores del Evangelio y que en cuanto tales se han convertido en gigantes del espíritu.

Debemos sentirnos sus continuadores en una historia bien distinta de la suya, pero en la que las cuestiones esenciales del ser humano siguen reclamando nuestra atención e impulsándonos hacia adelante. Con ellos nos sentimos unidos a esa cadena de hombres y mujeres que se han entregado a proponer y acreditar la fe ante la inteligencia de los hombres. Y el modo de hacerlo no solo es enseñarlo, sino vivirlo, encarnarlo, como también el Logos se encarnó para poner su morada entre nosotros. En este sentido, los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad. La juventud es tiempo privilegiado para la búsqueda y el encuentro con la verdad. Como ya dijo Platón: “Busca la verdad mientras eres joven, pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos” (Parménides, 135d). Esta alta aspiración es la más valiosa que podéis transmitir personal y vitalmente a vuestros estudiantes, y no

simplemente unas técnicas instrumentales y anónimas, o unos datos fríos, usados sólo funcionalmente.

Por tanto, os animo encarecidamente a no perder nunca dicha sensibilidad e ilusión por la verdad; a no olvidar que la enseñanza no es una escueta comunicación de contenidos, sino una formación de jóvenes a quienes habéis de comprender

y querer, en quienes debéis suscitar esa sed de verdad que poseen en lo profundo y ese afán de superación. Sed para ellos estímulo y fortaleza.

Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el

conocimiento de algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues “no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor” (Caritas in veritate, n. 30).

Si verdad y bien están unidos, también lo están conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo buen educador.

En segundo lugar, hay que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá de nuestro alcance.

Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva. En el ejercicio intelectual y docente, la humildad es asimismo una virtud indispensable, que protege de la vanidad que cierra el acceso a la verdad. No debemos atraer a los estudiantes a nosotros mismos, sino encaminarlos hacia

esa verdad que todos buscamos. A esto os ayudará el Señor, que os propone ser sencillos y eficaces como la sal, o como la

lámpara, que da luz sin hacer ruido (cf. Mt 5,13-15).

Todo esto nos invita a volver siempre la mirada a Cristo, en cuyo rostro resplandece la Verdad que nos ilumina, pero que también es el Camino que lleva a la plenitud perdurable, siendo Caminante junto a nosotros y sosteniéndonos con su amor. Arraigados en Él, seréis buenos guías de nuestros jóvenes. Con esa esperanza, os pongo bajo el amparo de la Virgen María, Trono de la Sabiduría, para que Ella os haga colaboradores de su Hijo con una vida colmada de sentido para

vosotros mismos y fecunda en frutos, tanto de conocimiento como de fe, para vuestros alumnos.