HORARIOS DE LAS MISAS

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PROCESIÓN VIRGEN DE FÁTIMA

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PARROQUIA DEL CERRILLO DE MARACENA

GRUPO DE ORACIÓN "REINA DE LA PAZ Y PADRE PÍO" CERRILLO DE MARACENA

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ANIVERSARIO SACERDOTAL DE D. JOSÉ LUIS

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NUESTRA MADRE DEL CARMEN DE ÍLLORA

CELEBRACIÓN VIRGEN DE LOURDES 2018 EN LA PARROQUIA DE ÍLLORA

miércoles, 7 de marzo de 2012

8 de Marzo: Festividad de San Juan de Dios, Patrón de Granada


AUTOR: FRANCISCO DE LA TORRE RODRÍGUEZ

Para cuantos desconozcan quién fue San Juan de Dios, fundador de la Orden Hospitalaria, o cómo nació ésta y su trayectoria hasta el presente, van dirigidas las siguientes líneas.
Nuestra Orden lleva el apelativo de Hospitalaria como indicación de cuál es el carisma y dedicación específica y, desde que fue formalizada por san Pío V, lleva el distintivo de llamarse de San Juan de Dios (sin el apelativo de santo al tiempo de aquella formalización); y es que no formalmente, pero sí en un sentido muy verdadero, la Orden fue fundada por un grandioso santo, cuyas santas obras tendrán por escenario la ciudad de Granada.

Se llamaba Juan Ciudad (o João Cidade, en su portugués natal), y había venido al mundo según la tradición el año 1495 en la población de Montemor o Novo, de la diócesis de Évora, en el reino de Portugal. Modernamente se cree que era de familia judía, y quizás por ahí se explique que a los ocho años es sacado de su casa paterna, y llevado a Torralba de Oropesa (en la actual provincia de Toledo), a la casa de un mayoral de nombre Francisco. El amo del ganado era un hidalgo de nombre Francisco Herruz, rigiendo el señorío de Oropesa durante la presencia de Juan Ciudad el IIº conde de Oropesa: Francisco Álvarez de Toledo y Pacheco.

Criado y educado cristianamente, en su adolescencia fue zagal y luego pastor de ganados. A los 28
años de edad se alista como soldado en las tropas del conde de Oropesa al servicio del emperador
Carlos V y como tal asiste al sitio de Fuenterrabía. Abandonada la vida militar, vuelve al dominio
de Oropesa, para años más tarde unirse de nuevo a las tropas del conde que acuden a socorrer
Viena. Tras la retirada de los turcos, se licencian las tropas y Juan pasa primero a Flandes y luego por mar a España, dirigiéndose pronto a su pueblo natal portugués, donde encuentra a un tío que le notifica la muerte de sus padres.

De nuevo en España se instala como pastor en una hacienda de Sevilla, de ahí pasa a Gibraltar y al poco a Ceuta, plaza donde Juan se ocupa como peón en la construcción de las murallas a fin de socorrer a una familia noble portuguesa. Vuelto a Gibraltar, desempeña la profesión de vendedor de libros, para posteriormente marchar a Granada, donde se establece en idéntico menester.
Aquí oye predicar a san Juan de Ávila, el Maestro Ávila, y tiene tan extraordinaria conmoción espiritual que da voces y gritos, lo que le llevaría a ser juzgado por loco y a verse recluido en la sala a propósito del Hospital Real granadino.
«... porque predicaba entonces en esta ciudad un santo clérigo que se llamaba el Maestro Avila, predicador apostólico y de muy santa vida, y en la ciudad decían que este Padre Maestro lo había convertido. Y este testigo lo vido en la Iglesia mayor de la ciudad rodeado de
mucha gente y dando voces, pidiendo misericordia a Dios y dándose muy grandes golpes en los pechos y decían que se había estado en la Iglesia tres días sin comer ni beber, y unos decían que era loco y otros que no era sino santo y que aquello era obra de Dios».
«... dos hombres honrados de la ciudad, compadeciéndose dél, lo tomaron por la mano, y
sacándolo de entre el tumulto del pueblo, lo llevaron al Hospital Real [de Granada], que es do
recogen y curan a los locos de la ciudad...».

En la sección aparte donde se recluyen a los dementes del Hospital Real, Juan sufre en propia carne el trato que se da a los enajenados allí internados: celdas oscuras, maniatados, tratados con azotes, baños de sorpresa, exorcismos o cadenas, como corresponde a la terapéutica de la época con estos enfermos:
«... como la principal cura que allí se hace a los tales sea con azotes, y metellos en ásperas
prisiones y otras cosas semejantes, para que con el dolor y castigo pierdan la ferocidad y
vuelvan en sí, atáronle pies y manos, y desnudo, con un cordel doblado le dieron una buena
vuelta de azotes...».
Juan Ciudad advierte a sus custodios:
«... ¿por qué tratáis tan mal y con tanta crueldad a estos pobres miserables y hermanos míos...
no sería mejor que os compadeciésedes dellos y de sus trabajos, y los limpiásedes y diésedes de
comer con más caridad y amor que lo hacéis...?».
En su encierro, toma conciencia de su misión:
«Iesu-Cristo me traiga tiempo y me dé gracia para que yo tenga un hospital, donde pueda
recoger los pobres desamparados y faltos de juicio, y servirles como yo deseo».
Del hospital lo libra san Juan de Ávila, consciente de que no había locura alguna. Juan se pone bajo la dirección espiritual del Santo Maestro, que aprueba su deseo de dedicarse al servicio de los enfermos, como ha meditado durante su permanencia en el hospital.
Luego de hacer una peregrinación a Guadalupe, vuelve a Granada y principia su obra de atender a los enfermos, los pobres, y todos los necesitados que se relacionan con él; y al mismo tiempo
practica un intenso apostolado, singularmente entre las mujeres públicas. En una casa comienza a
recibir pobres y enfermos de cualquier clase, y a rogar por Granada limosnas para sostenerlos,
sirviéndolos y atendiéndolos él mismo con extremada caridad.

«... y respecto de no haber en esta ciudad (Granada) persona que tuviera cuidado dellos tan en particular, los dichos pobres se quedaban muertos por esas calles y para el remedio
desto, el bendito hombre tomó una casilla en la calle que llaman de Lucena y allí, andando por la ciudad, hallaba los pobres debajo de los portales de la Plaza Bibarrambla tendidos por el suelo, y el bendito Ioan de Dios se los echaba en el hombro y los llevaba a la dicha casa, donde respecto de comenzar la dicha obra, no tenía camas suficientes y él traxo eneas donde los albergaba con la limosna que llegaba, absteniéndose del comer por darlo a los pobres y ansí el bendito hombre andaba flaco y muy amarillo, respecto de la vida que traía, con lo cual comenzó a ser conoscida su bendita vida y respetarle y tenerle por hombre de Dios y todos le llamaban Ioan de Dios...».

El obispo de Tuy, Miguel Muñoz, le sugiere que tome el nombre de Juan de Dios y que vista una túnica basta a guisa de hábito, que inmediatamente acoge Juan.
Granada con sus limosnas apoya las buenas obras de misericordia que practica el santo, y aunque no le faltarán críticas y persecuciones, Juan de Dios persevera y socorre a un mayor número de pobres y enfermos.

«... y sabe y vido cómo el bendito Padre Ioan de Dios pedía limosna, descalzo pies y piernas y
la cabeza descubierta y rapada a navaja... con una capacha de esparto en las espaldas en que
echaba la limosna que le daban y una olla en la mano para la vianda y al anochecer salía a
hacer su demanda por las calles de Granada y iba diciendo: ¡Quién hace bien para sí mismo,
hermanos! y llevaba la limosna que allegaba al Hospital y repartía con sus pobres... vido este
testigo que cuando el bendito Padre buscaba limosna y hallaba algún pobre, lo dexaba todo si
no podía andar y lo llevaba a su Hospital...».
Y es entonces cuando se le unen algunos compañeros que quieren compartir su mismo género de
vida y servir también a los pobres y necesitados, y cuando trasladan su primera casa a una más
capaz en la calle de los Gomeles.
Antes de su muerte Juan viaja hasta Castilla, con el fin de recaudar fondos para su hospital, y
protagoniza algunos hechos notables, como es su participación en el desalojo de los enfermos en el incendio del Hospital Real de Granada, ocurrido en julio de 1549. Una pulmonía, a resultas de arrojarse al río Genil para salvar a un muchacho que se estaba ahogando, debilita su salud y Juan de Dios entrega el alma en Granada (08.03.1550).

Sepultado en la iglesia granadina de los Mínimos, su fama de santidad se eleva más y más.
Beatificado (21.09.1630) por Urbano VIII (Breve In Sede Principis Apostolorum, que aprobaba el Decreto (08.06.1630) de la Sagrada Congregación de Ritos), y canonizado (16.10.1690) por
Alejandro VIII (Bula Rationi congruit (15.07.1691), de Inocencio XII). El papa León XIII (Decreto Inter omnigenas virtutes, 15.05.1886), declara a San Juan de Dios Patrono de todos los hospitales y enfermos del mundo, y manda la inserción de su nombre en las Letanías de los Agonizantes. Esta declaración es confirmada por las Letras Apostólicas Dives in misericordia Deus (22.06.1886). Pío XI (Breve Expedit plane, 28.08.1930), declara igualmente a San Juan de Dios Patrono de todas las asociaciones católicas de enfermeros, y de todos los enfermeros de ambos sexos del mundo. San Juan de Dios es copatrono de la ciudad de Granada por Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos (06.03.1940) y Patrono de los Cuerpos de Bomberos de España.

NOVENA

ORACIÓN PREPARATORIA PARA TODOS LOS DÍAS

Me dirijo a ti, San Juan de Dios, Padre de los pobres y enfermos, que compartiste los sufrimientos de los demás, y ahora estás junto al Divino Samaritano para ser nuestro intercesor ante la salud y la enfermedad. Te pido que tu recuerdo nos acompañe siempre, que pongamos a Dios en el centro de nuestra vida, y que demos sentido a la misma desde el amor hecho servicio. Cuento contigo, San Juan de Dios, que sepa imitarte. Amén.

Rezar a continuación la oración del día que corresponda:
DÍAS
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9

DÍA PRIMERO [Ir al principio de esta página]

Fe de San Juan de Dios, por Cristo, con la Iglesia. Para ti, San Juan, el Dios "que te hizo y te crió" fue desde tu conversión el centro de tu existencia: "viendo a Dios todos los días" y "siendo fuerte y constante en su servicio". Ese "Dios, preferido a todas las cosas del mundo", era el encarnado en Cristo "al que deseabas servir y agradar".

Así reafirmabas tu fe en Dios, por Cristo, con la Iglesia: "aceptando todo lo que tenía y creía la Santa Madre Iglesia; de ahí no salías y echaba tu sello y cerrabas con tu llave".

Esa era tu fe, San Juan de Dios, hecha vida. Concédeme que yo la comprenda y la viva como tú. Amén.

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DÍA SEGUNDO [Ir al principio de esta página]

Esperanza de San Juan de Dios hecha confianza. Tú, San Juan de Dios, expresas tu esperanza: "vuestro menor hermano Juan de Dios, si Dios quisiere, muriendo mas empero callando y en Dios esperando".

Para ti, Dios es el Señor, nuestro destino: "Yo espero en Dios que algún día será descanso para nuestras almas".

Tu esperanza era confianza existencial y salvífica, y desconfianza de nosotros: "no confiar en sí mismo, sino en solo Jesucristo, pues El sabe mi corazón, y nos dará la vida eterna".

Desde tu esperanza y fe, San Juan de Dios, ayúdame a ver a Dios como Padre y a fiarme de su amor. Amén.

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DÍA TERCERO [Ir al principio de esta página]

Caridad misericordiosa de San Juan de Dios. Tú, San Juan de Dios, escribiste "tened siempre caridad, que donde no hay caridad, no hay Dios, aunque Dios en todo lugar está".

Esta caridad será misericordiosa: "si mirásemos cuán grande es la misericordia de Dios, nunca dejaríamos de hacer el bien mientras pudiésemos". Caridad expresada en Amor Misericordioso.

Tu espiritualidad hace referencia a los necesitados como representación del Cristo sufriente, una nueva presencia en el que sufre.

¡Cuánto misterio y qué grande fe! San Juan de Dios, házmelo aceptar, aunque no lo comprenda. Amén.

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DÍA CUARTO [Ir al principio de esta página]

San Juan de Dios y la salvación. Tú, San Juan de Dios, "deseabas la salvación de todos como la tuya misma. Amén Jesús". Esta salvación es don, "Jesucristo os guarde y salve", y responsabilidad del hombre: "el buen vivir es la llave del que salvarse sabe".

Para ti, "esta vida es una continua guerra con el mundo, y el demonio, y la carne", y "cual nos hallare el Señor tal nos juzgará, bueno será enmendarnos con tiempo".

Ayúdame, San Juan de Dios, a dar sentido a mi vida. Amén.

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DÍA QUINTO [Ir al principio de esta página]

San Juan de Dios, pobre pero confiado. ¿Qué matemáticas eran las tuyas, San Juan de Dios?. "Estoy con mucha necesidad, empeñado y cautivo por solo Jesucristo. Son muchos los pobres, y como no los puedo socorrer, estoy muy triste".

Pero añades: "Confío en solo Jesucristo que me desempeñará; todo lo mantiene y provee Dios cada día. Dar acá, dar allá, todo es ganar".

Que yo, San Juan de Dios, aprenda tu sensibilidad, tu criterio transcendente y sepa imitarte. Amén.

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DÍA SEXTO [Ir al principio de esta página]

San Juan de Dios, limosnero de Dios. Tu pregón cada tarde, Juan de Dios, era: "Haceos bien a vosotros mismos, dando limosna a los pobres". Para ti la limosna enriquece al que da y al que recibe.

"La limosna está delante de Jesucristo rogando por vos, y los ángeles la tienen asentada en el libro de la vida. El anillo está bien empleado, que dos pobres llagados hice vestir".

"¡Quién no da de lo que tiene a este bendito mercader pues hace tan buena mercancía!"

Ábreme, San Juan de Dios, la mente, el corazón y la mano.

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DÍA SÉPTIMO [Ir al principio de esta página]

San Juan de Dios, esclavo de Jesús y María. Jesús y María centraban, San Juan de Dios, tu ser: "En nombre de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra Señora la Virgen María, el menor esclavo de los esclavos".

En tu vivir "deseabas siempre servirles y agradarles; todo sea para su servicio".

Como ideal, "querías tomar ejemplo de la Virgen María, la cual tejía y trabajaba todo el día, y de noche y parte del día oraba en su retiro".

Que yo sepa, San Juan de Dios, cobijarme en Jesús y María y sean mi ideal de cristiano.

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DÍA OCTAVO [Ir al principio de esta página]

San Juan de Dios, Fundador por los pobres. Para ti, Juan de Dios, pobres eran los maltratados, abandonados, enfermos, incurables, llagados que "al verlos te quebraron el corazón".

Escribiste: "desvelarse en curarles, hacerles bien y caridad, sustentarles, vestir y curar".

De tu ejemplo nacen tus Hermanos Hospitalarios y surge tu obra de caridad; y ya son cuatro siglos y medio que sigues entre los pobres por medio de tantos que directa e indirectamente continúan tu misión.

Que tu ejemplo no se desvirtúe, San Juan de Dios, y los pobres cuenten a su lado con unas manos y un corazón. Amén.

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DÍA NOVENO [Ir al principio de esta página]

San Juan de Dios, Patrón por su Hospitalidad. Desde tu ejemplo, San Juan de Dios, fuiste proclamado Patrón de Enfermos, Hospitales, Enfermeros y Asociaciones Sanitarias por León XIII y Pío IX; en España también del Cuerpo de Bomberos.

Sé de todos ellos su intercesor, para que los pobres y enfermos estén sobre otros intereses sociales, económicos y políticos, los hospitales sean en verdad santuarios de salud y humanización y los sanatorios actúen con responsabilidad y ética, con profesionalidad y técnica, con servicialidad, respeto y defensa de la vida. Así sea.



jueves, 1 de marzo de 2012

ESTE SÁBADO, 3 DE MARZO, A LAS 7 DE LA TARDE, TENEMOS UNA CITA EN LA IGLESIA DE ÍLLORA

La Parroquia de Íllora, junto a todas las Hermandades y Cofradías de la localidad, ofrecen en memoria de D. José Antonio Ortega Martínez, una Eucaristía, este SÁBADO, 3 DE MARZO, A LAS 7 DE LA TARDE, en el transcurso de la misma, quieren rendirle un sencillo homenaje, a quién fué Párroco de Íllora en los años 70, pero sobre todo un hombre con un gran corazón, que favoreció y ayudó a muchísimas familias de Íllora a salir adelante, en unos años muy difíciles. Impulsor de la Semana Santa, muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús, especialmente mariano, nos ha dejado a todos una profunda huella.
Desde esta página, invitamos y animamos a todos y todas a participar en esta Eucaristía, y ofrecerle al Señor, nuestra mayor gratitud, por permitirnos conocer, y haber puesto en nuestro camino, a una persona tan excepcional.

lunes, 27 de febrero de 2012

LA FE ES COMPARTIR LA ALEGRÍA DE LA AMISTAD



Desde que nuestro Párroco, D. José Luis está en nuestro pueblo, no ha desaprovechado cualquier oportunidad, para compartir con niños y jóvenes, momentos de diversión, de fiesta, de juegos, intentando contagiar a todos, de la alegría que brota de la fe, que te hace compartir con los demás, todo lo que son y todo lo que tienen, dándole siempre un matiz de verdadera fraternidad, y de buscar lo positivo de todo.
El pasado viernes, pasamos la tarde en el Kinépolis de Granada, con casi tres autobuses de jóvenes, que marcharon ilusionados, y volvieron aún más felices. De este tipo de salidas, se organizan tres al año, más o menos, la primera vez de este curso, fuímos cuatro autobuses, en esta ocasión, víspera del carnaval y sus preparativos, hizo que nos juntáramos algo menos, pero aún así, medio Kinépolis en esa tarde, estaba formado por gente joven de Íllora.
Enhorabuena por estas iniciativas que enganchan tanto a los jóvenes, y que les hace ver una nueva cara de la fe, que no todos conocían.















MIÉRCOLES DE CENIZA EN LA PARROQUIA DE ÍLLORA



El pasado miércoles, el Templo Parroquial de Íllora, volvió a llenarse de fieles, con la alegría, de ver, que era mayor el número de niños y jóvenes que participaban de la Eucaristía, incluso que el número de mayores. Su alegría, su algarabía, y hasta el nerviosismo que les caracteriza, hizo que en muchas ocasiones, todos les tuviéramos en el punto de nuestra mira, pero ¡bendita revolución!... porque mientras estemos rodeados de niños y jóvenes, esa fe que nosotros recibimos de nuestros mayores, seguirá dando fruto en ellos.
D. José Luis Ontiveros, nuestro Párroco, emocionado por tanta afluencia de fieles, nos ayudó a vivir estos días de Cuaresma, desde un clima de oración contínua, de ayuno de todo lo que no necesitamos en nuestra vida, y de la caridad más auténtica, descubriendo el rostro de Dios, en cada uno de nuestros hermanos, especialmente de los que más sufren.
Con la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, recordamos, que el paso por esta vida, es tan leve, que no podemos desaprovechar ni un segundo, para hacer el bien, para vivir unidos, para compartir nuestra fe.
Que esta Cuaresma a todos nos ayude a darnos cuenta, de lo que realmente es importante en nuestra vida, del peso que tiene la fe en nuestro camino, y que todos tengamos un verdadero encuentro con el Señor.
















martes, 21 de febrero de 2012

MENSAJE DEL PAPA PARA ESTA CUARESMA


MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 201
2

«Fijémonos los unos en los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras»
(Hb 10, 24)

Queridos hermanos y hermanas

La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.

Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.

1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.

El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).

La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.

El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.

2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.

Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.

Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).

3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.

Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.

Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).

Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 3 de noviembre de 2011

BENEDICTUS PP. XVI

ENAMORADOS DE MARÍA, EN SUS MISTERIOS DOLOROSOS


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El día 17 de Febrero celebra la Iglesia, la festividad de los siete santos fundadores de la Orden de los Servitas de Nuestra Señora.

Su historia es una colección de milagros y un milagro de santidad. No menos interés tiene su supresión en 1276, por injusta interpretación del Papa de un mandato conciliar y la lucha del joven Superior, San Felipe Benicio, que duró varios años hasta que la orden fue definitivamente reconocida. Al comienzo se pusieron especiales obstáculos a la canonización de cada uno de sus fundadores (4 milagros demostrados de cada uno de ellos) para contrarrestar el clamor popular por una canonización en grupo (algo extraño para confesores, aunque común para los mártires). Finalmente, León XIII permitió el culto colectivo.

A continuación, la historia pormenorizada de los siete santos fundadores servitas.

LOS SIETE FUNDADORES SERVITAS
(Alejo de Falconieri, Bonfiglio, Bonajunta, Amideo, Sosteneo, Lotoringo, Ugocio)

Se ha hablado alguna vez de "constelaciones de santos". En efecto; en el cielo de la Iglesia, como en el cielo astronómico, los astros no se suelen presentar aislados, sino formando parte de "constelaciones": grupos de santos que se influyen entre sí, se prestan mutuamente sus luces, se ayudan y se estimulan. Sin embargo, aunque esto sea verdad, no es menos cierto que cada uno de esos santos es luego, salvo el caso de los mártires, objeto de un culto individual, al que han precedido una beatificación y una canonización también individuales. Hay, sin embargo, una excepción: el caso singularísimo de los siete fundadores servitas cuya fiesta celebra la Iglesia el 12 de febrero. Este grupo de siete almas, llegó a fundirse en el único ideal de "servir" a su Señora, y servirla de manera tan perfecta que las notas personales apenas tuvieran un valor relativo. Después de su muerte, su memoria y su culto fueron y siguen siendo algo esencialmente colectivo, y así sus nombres son prácticamente desconocidos, porque siempre se habla de ellos bajo la apelación de los siete fundadores servitas".

Por eso, cuando las más antiguas crónicas tratan de la vida de fray Alejo de Florencia, el último en morir, y el que por estas circunstancias pudo ofrecer a los biógrafos alguna mayor ocasión de ser considerado individualmente, esos mismos biógrafos se apresuran a asegurarnos que la santidad de él mostraba la de sus seis compañeros. Oigámosles:
"Hubo siete hombres de tanta perfección, que Nuestra Señora estimó cosa digna dar origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que ninguno sobreviviera de ellos, cuando ingresé en la Orden, a excepción de uno que se llamaba fray Alejo... La vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no sólo, conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la perfección de sus compañeros y su santidad."

Es éste el único caso que se da culto colectivo a varios santos confesores, y la misma liturgia, en el oficio divino y en la misa de este día, se ve forzada a modificar sus esquemas habituales para poder adaptarlos a una fiesta tan singular. Caso hermosísimo, que alienta a cuantos lo contemplamos a ir por el camino de la imitación. Llegar a la santidad, es muy hermoso, pero todavía sería más hermoso aún que lográsemos esa santidad dentro de un grupo, ayudándonos unos a otros, estimulándonos con nuestro buen ejemplo, siguiendo las huellas de este hermoso caso de santidad colectiva.

Nos encontramos en el siglo XIII. Y he aquí que entonces va a producirse un fenómeno que ya antes se había producido muchas veces en la Iglesia, que hemos visto repetirse ante nuestros propios ojos en los días que vivimos, y que, sin duda, ha de continuar produciéndose también hasta el fin de los siglos. La fundación de una Orden o Congregación religiosa sin que, quienes intervienen en ella, tuvieran al principio la más remota idea de emprenderla.

No sabemos si fueron estos siete jóvenes nobles de Florencia quienes, por sus relaciones comerciales, trajeron a la ciudad toscana la idea de aquella nueva cofradía. Acaso estuviera ya fundada y llevase unos años funcionando. Poco importa para nuestro intento. Lo cierto es que en Florencia, al comienzo del siglo XIII, encontramos una hermandad, llamada oficialmente sociedad de Santa María, pero más conocida por su nombre vulgar de los laudesi, o alabadores de la Santísima Virgen, a la que pertenecían siete mercaderes de las mejores familias de Toscana. Las crónicas nos han conservado su nombre: Bonfilio Monaldi, Bonayunto Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni y Alejo Falconieri. Tengamos, sin embargo, en cuenta que algunos de ellos cambiaron su nombre al hacer la profesión religiosa. Los siete formaban parte de lo que hoy llamaríamos la junta directiva, es decir, el elemento más vivo y entusiasta de la cofradía. No sabemos la fecha de su nacimiento, pero ciertamente eran todavía jóvenes cuando, en 1233, comenzaron los acontecimientos que vamos a narrar.

Fue el día 15 de agosto, ese día que, además de estar consagrado a la Asunción de la Santísima Virgen, ha sido también señalado para tantos y tantos acontecimientos importantes de la historia eclesiástica. Los siete gentileshombres florentinos sintieron aquel día una común inspiración. Oigamos, una vez más, al cronista clásico: "Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y abogada, les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima caridad sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos la fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio de la Virgen Madre, quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María."

Pidieron para eso la bendición de su obispo, que se la otorgó contento; se despidieron de sus familias, y el 8 de septiembre del mismo año 1233 se recogieron en una casita, Villa Camarzia, en un suburbio de Florencia, no lejos del convento de los franciscanos, y en las inmediaciones de la antigua iglesia de Santa Cruz. Sin embargo, la casita, que ni siquiera era propiedad de ellos, sino de otro miembro de la cofradía, resultó pronto excesivamente céntrica para sus deseos de oscuridad, olvido y renunciamiento. Pasaron a otra casa que la cofradía tenía en el Cafaggio, en la que transcurrió bien poco tiempo, y pronto se planteó la cuestión de encontrar una sede que en cierto modo pudiera llamarse definitiva.

Pero antes un milagro vino a señalar cuán grata era a Dios la empresa que habían acometido. Alrededor de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de dos en dos recorriendo las calles de Florencia y solicitando humildemente la caridad por amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que aún no hablaban, señalándoles con el dedo: "He ahí los servidores de la Virgen: dadles una limosna". Entre aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el agrado de Dios sobre la nueva Orden estaba uno que todavía no había cumplido los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más preciadas joyas: San Felipe Benicio.

El milagro vino a agravar la situación: las gentes empezaron a fijarse más en aquel humilde grupo y se hizo también más urgente la necesidad de alejarse de la ciudad. Por eso recurrieron ellos al obispo de Florencia, que tan acogedor se había mostrado desde el primer momento. Él, con el generoso consentimiento del cabildo catedral, les ofreció una porción de terreno en el monte Senario. Y allí se instalaron el día de la Ascensión del año 1234.

Es aquí, en el monte Senario, donde se inicia propiamente la vida religiosa. Hasta entonces sólo había habido una especie de tentativa. En el monte Senario construyen una iglesia, edifican unos míseros eremitorios de madera, separados unos de otros, e inician observancia con todo rigor. Reciben la visita del cardenal de Chatillon, legado del papa Gregorio IX en la Toscana y la Lombardía, quien les anima a continuar su vida, si bien moderando sus excesivas austeridades.

Pero la mejor y más preciada confirmación la tuvieron el Viernes Santo de 1239: la Santísima Virgen se apareció para encargarles que llevaran un hábito negro, en memoria de la pasión de su Hijo, y para presentarles la regla de San Agustín. Después de esta aparición, ya no había lugar a dudas. Acudieron al obispo de Florencia para regularizar, por decirlo así, su situación canónica.

Y, en efecto, el obispo impuso a los siete el hábito que les había mostrado la Virgen, recibió sus votos y les dio las sagradas órdenes. Fue precisamente en esta ocasión cuando algunos de ellos cambiaron de nombre. Y fue también en esta ocasión cuando San Alejo Falconieri mostró sus deseos de no ser ordenado sacerdote, lo que consiguió, muriendo como hermano.

La obra estaba ya, en cierto modo, encauzada. Quienes sólo habían pensado en vivir con mayor entusiasmo los ideales de su piadosa confraternidad, encontraban ya ordenados sacerdotes, con unos votos emitidos y con una regla, la de San Agustín, recibida al par de la Santísima Virgen y de la autoridad eclesiástica. Faltaba, sin embargo, dar un último paso para que naciera una nueva Orden religiosa: la admisión de novicios. Hubo sus discusiones, y mientras unos se inclinaban a admitirlos, contando con el favor del obispo, siempre inclinado en este sentido, otros preferían mantener su vida en el cuadro de la primitiva sencillez.

El hecho es que en el huerto en el que trabajaban para huir del demonio de la ociosidad, se habían producido, en la noche que precedió al tercer domingo de Cuaresma del año 1239, un significativo milagro. Una viña, mientras todo el resto del terreno estaba endurecido por la helada, se cubrió de frutos sin haber tenido previamente flores, y extendió de manera maravillosa sus brazos fecundos. Ya no cabía duda: todos vieron en el prodigio una señal de la voluntad de Dios y un presagio de los futuros destinos de la naciente familia religiosa.

Y, en efecto, los novicios empezaron a llegar en gran número. El fervor se mantuvo y atrajo las simpatías de toda la región. No faltaron tampoco insignes aprobaciones. San Pedro de Verona visita el monte Senario y alienta a los servitas en su vida religiosa. Poco después, en 1249, el cardenal Capocci, legado del Papa en Toscana, aprueba la Orden y la coloca bajo la jurisdicción de la Santa Sede. Dos años más tarde, el 2 de octubre de 1251, el papa Inocencio IV nombra al cardenal Fiechi primer protector de los servitas. En 1255 un rescripto del papa Alejandro IV daba la aprobación definitiva a la Orden y la autorización para nombrar un superior general. Nuevas aprobaciones llegaron de los papas Urbano IV y Clemente IV.

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Monte Senario, sede fundacional

¿Será necesario decir algo de cada uno? En realidad las vidas corren casi paralelas y resulta difícil separarlas. El más anciano de ellos, Bonfilio Monaldi, fue el primer superior que gobernó la comunidad durante los dieciséis primeros años de tentativas. En 1251 fue nombrado superior general de la Orden, de manera provisional. Cuando en 1225, Alejandro IV aprueba solemnemente la Orden, convocó un capítulo general y dimitió su cargo. Ya desde entonces sólo se dedicó a la oración y a la penitencia en el retiro. En 1262, volviendo de visitar los conventos de la Orden, acompañando a San Felipe Benicio, devolvió dulcemente su alma a Dios después de maitines, encontrándose en el oratorio.

Le había sucedido, como general de la Orden, primero en el sentido canónico, Juan Magnetti. Pero por poco tiempo. De los siete, fue éste el primero en volar a Dios el 31 de agosto de 1257. Con una muerte hermosísima: celebró la santa misa en presencia de sus hermanos, anunció su próximo fin, dio a conocer algunos detalles de la vida futura de la Orden que le habían sido revelados por Dios, Después, como era viernes, quiso, según era uso entre ellos, comentar la narración de la Pasión. Y al llegar a las palabras: "En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu", expiró.

También al tercero de los tres compañeros le correspondió gobernar toda la Orden. Elegido superior general en 1265, contribuyó extraordinariamente al desenvolvimiento de la Orden por su actividad y el resplandor de su virtud. Dos años después renunció a su oficio y consiguió que fuera elegido para sucederle San Felipe Benicio. A los pocos meses, el 20 de agosto de 1268, moría asistido por su propio sucesor.

Mucho más sencilla es la vida del cuarto, Amideo Amidei. Había nacido en 1204 en el seno de una familia dividida por violentas enemistades. Era de un candor tal, que su misma familia evitó siempre mezclarle para nada en aquellas animosidades. Su vida religiosa fue también sencilla, limpia, retirada, humilde. Fue elegido prior de Monte Senario y después, de Cafaggio. Pero no pudo decirse que tales dignidades llegasen a cambiar el humilde curso de su vida. El 18 de abril de 1266 entregaba su alma a Dios. Todo el convento se sintió envuelto por un perfume celestial, mientras una resplandeciente llama volaba desde su celda hasta el cielo.

Pero acaso sea todavía más encantadora la vida de otros dos de los siete compañeros: Ugoccio Ugoccioni y Sostenio de Sostegni. Eran amigos desde su misma juventud. Juntos entraron a formar parte del grupo. Juntos se santificaron en los largos años de preparación de la Orden. Cuando ésta empezó a extenderse, les fue, sin embargo, forzoso separarse. Sostegni fue elegido vicario general de Francia; Ugoccini, de Alemania. Los dos trabajaron con todas sus fuerzas en la difusión de la Orden en sus respectivas provincias. Ya ancianos, San Felipe Benicio les llamó a Viterbo para la celebración de un capítulo general que habría de reunirse en mayo de 1282. En Monte Senario, al que tantos y tan dulces recuerdos les ligaban, se encontraron los dos ancianos, y allí hablaron largamente de todas las cosas que habían ocurrido en los últimos cincuenta años, y de lo que habían hecho por la propagación de la Orden. Hablando estaban cuando se dejó oír una voz que decía: "Servidores de Dios y de María, no lloréis más la prolongación de vuestro destierro: vuestros trabajos tocan ya a su fin". En efecto, llegados al convento, el agotamiento y la fatiga les obligaron a acostarse. Y al mismo tiempo murieron, el 3 de mayo de 1282. San Felipe Benicio vio aquella noche dos lirios de una blancura deslumbrante que eran cortados en la tierra e inmediatamente presentados a la Virgen en el cielo. Comprendió que los dos ancianos habían dejado este mundo, y así se lo anunció a los religiosos que estaban con él en Viterbo.

Nos queda San Alejo Falconieri. Es el que más vivió, pues alcanzó los ciento diez años de edad. Nacido en Florencia en 1200, murió el 17 de febrero de 1310. Entró el más joven de todos en la Orden, rehusó siempre ser sacerdote y vivió con gran humildad, dedicado, como hermano lego, a recoger limosnas y a trabajar en las más humildes tareas. Fue el instrumento de que Dios se sirvió para la santificación de su sobrina, Santa Juliana Falconieri, y quien le animó a abrazar la vida religiosa. Su larga vida le hizo presenciar un episodio harto doloroso que se produjo en 1276... y su feliz solución.

En efecto, en ese año 1276 el papa Beato Inocencio V comunicó a la Orden de los servitas que la Iglesia la consideraba como extinguida, a causa del canon 223 del segundo concilio de Lyon. Habían desaparecido ya de la tierra cuatro de los siete fundadores. Otros dos de ellos estaban ausentes de Italia. La tempestad parecía amenazante y hubo momentos en que todo estuvo a punto de perderse. Hay quien dice que de hecho se hubiese perdido si no hubiera mediado la fortaleza y el ánimo de San Felipe Benicio.

Fue él quien levantó la bandera mariana y alegó que la Orden había sido aprobada repetidas veces por los Romanos Pontífices. Sólo San Alejo llegó a ver la victoria. San Felipe Benicio, y los otros dos fundadores supervivientes murieron antes de que el 11 de febrero de 1304 el papa Benedicto XI la confirmara de nuevo. Todavía había de vivir seis años gozando de la admirable expansión que tras esta confirmación tuvo la Orden.

En efecto, como si el triunfo después de tan deshecha tempestad hubiera sido la señal que se esperaba para lanzarse por todo el mundo, la Orden se extendió desde entonces con particular fuerza, y en el siglo XIV contaba con más de cien conventos y con misiones en Creta y en las Indias. La reforma protestante le hizo perder un buen número de conventos en Alemania, pero la Orden prosperó en el mediodía de Francia. El final del siglo XVIII le fue funesto, como a todas las Ordenes religiosas. Pero en el siglo XIX se extendió a Inglaterra, y después a América. Muy recientemente se ha implantado también en España. En la actualidad consta de 1.550 religiosos.

Como hemos dicho, desde el primer momento, al poco tiempo de muerto San Alejo, la historia nos habla del culto colectivo a los siete fundadores. Sin embargo, habría de pasar mucho tiempo antes de que este culto obtuviera la plena aprobación canónica. Todos ellos habían muerto en el Monte Senario, salvo San Alejo, cuyo cadáver fue prontamente transportado allí. Benedicto XIV atestiguaba que en sus tiempos los cuerpos estaban conservados en la iglesia de Monte Senario, bajo el altar de la capilla situado bajo el coro. Sin embargo, este Papa creó una seria dificultad para su posible canonización, exigiendo que para cada uno de los siete fueran presentados cuatro milagros, y que, por consiguiente, las siete causas se vieran independientemente. De hecho, los primeros bolandistas no los mencionaban, con la única excepción de San Alejo.

En 1717, Clemente XI aprobaba el culto del Beato Alejo, y en 1725, el de los otros seis. Sólo en tiempo de León XIII, como consecuencia de un clamoroso milagro ocurrido en Viareggio como consecuencia de la invocación colectiva a los siete fundadores, se pudo volver al primitivo procedimiento: estudiar simultáneamente y en una sola causa la santidad de los siete. La causa tuvo éxito feliz, y el 15 de enero de 1888 fueron solemnísimamente canonizados. El 28 de diciembre del mismo año se fijaba su fiesta para el 11 de febrero. Años después, la fiesta fue pasada al 17, para dar lugar a la celebración de la aparición de la Inmaculada en Lourdes. Así sus fieles siervos cedieron, por medio de la Orden por ellos fundada, a la Santísima Virgen el lugar que venían ocupando en el calendario.