Cuando contaba el Santo treinta y seis años
de edad, perdió a su esposa, de la que había tenido ocho hijos. El Duque
de Gandía decidió entonces entrar en la Compañía de Jesús, con la que
se había relacionado durante su virreinato de Cataluña. Nombrado
Superior General de la misma en 2 de julio de 1565, murió en 1572. Fue
elevado a los altares por el Papa Clemente X en 1671.
Dos características queremos hacer notar en
San Francisco de Borja: la primera, su humildad, camino obligado para la
santidad; la segunda, su desprecio de las cosas mundanas, en
paralelismo con la expresada virtud.
Tenía una ascendencia nobilísima. Por su
padre, tercer Duque de Gandía, descendía de la familia de los Borja, a
la que habían pertenecido los papas Calixto III y Alejandro VI, y que
tanto brillaba en España y en Italia, por los días de su nacimiento. Por
su madre, pertenecía a la familia del rey católico Don Fernando de
Aragón.
Mereció el aprecio y la confianza del
emperador Carlos V y de su esposa Isabel de Portugal; fue buen compañero
de Felipe II; se le otorgó el nombramiento de Marqués de Lombay;
ejerció el cargo de virrey de Cataluña desde 1539 a 1543; y al morir su
padre, en este último año, heredó el ducado de Gandía.
Había contraído matrimonio, a sus diecinueve
años, con la portuguesa Leonor de Castro, camarera favorita de la
emperatriz, dechado de elegancia y de virtud.
La bella emperatriz falleció inesperadamente
diez años después, en 1539, en la flor de la edad y en la cumbre de la
grandeza terrena, produciendo el suceso un disgusto profundo en los dos
esposos. Leonor de Castro fallecía, con no menor sorpresa de todos, en
1546, ocho años después de haber dado a Francisco el hijo octavo.
Si la primera muerte marca síquicamente el
momento en que Francisco determina vivir de cara a Dios, con el corazón
despegado de las cosas terrenas, la segunda pone en marcha una nueva
vida externa del Duque de Gandía, convirtiendo el desasimiento afectivo
en efectivo.
La última mirada al rostro de la emperatriz
Isabel le hizo exclamar: «No quiero servir a Señor que se me pueda
morir». La muerte de Leonor le coloca en plena ejecución de la renuncia
al mundo. Proveyendo al bien de sus hijos, cede títulos y haciendas, se
dispone a todos los sacrificios y planea la manera de entregarse
totalmente al servicio de Dios.
Ya durante su virreinato en Cataluña —en el
cual se distinguió por sus dotes de gobierno, especialmente por su
ponderado juicio—, había tratado en Barcelona a los padres Araoz y
Fabro, de la Compañía de Jesús, recientemente fundada, y había conocido
al mismo San Ignacio de Loyola. Ahora, a raíz del fallecimiento de su
esposa, se le presenta en Gandía el padre Fabro (el futuro Beato Fabro),
con el cual conferencia largamente.
Resultado de sus detenidas conversaciones y
de unos ejercicios espirituales, fervorosamente practicados, fue pedir
la entrada en la Compañía. La suplicó a San Ignacio en carta que le
entregó en Roma el propio Fabro.
San Ignacio lo admitió en la Orden; pero en
la carta de respuesta le decía estas palabras: «El mundo no tiene
orejas para oír tal estampido», por lo cual le exhortaba a conservar en
secreto su propósito, mientras arreglase sus asuntos domésticos y
procurase sacar el grado de doctor en Teología.
Cumplido todo ello, el 31 de agosto de 1550
Francisco se despedía de todos y se dirigía a Roma, acompañado de su
hijo mayor y de un séquito de nobles. No se había hecho pública aún su
decisión de vestir la sotana de jesuita.
Poco tardó, sin embargo, en estallar la
noticia: la cual, como había previsto San Ignacio, causó verdadero
estupor. Por concesión especial del Papa Paulo II, a petición de San
Ignacio, Francisco había emitido secretamente, dos años y medio antes,
la profesión solemne.
En la Ciudad Eterna fue destinado, por
propio deseo, a la pequeña residencia de Santa María de la Estrada,
donde durante cuatro meses tuvo largas conversaciones con el santo
Fundador, y se ejercitó con los más modestos y pobres de la Casa.
Enviado a España a principios del año
siguiente, para que se preparase a recibir las sagradas Órdenes, estuvo
algún tiempo en Oñate, cerca de Loyola, y en mayo recibía ya el
sacerdocio.
Celebró su primera misa en Loyola y cantó
otra en Vergara, con gran solemnidad. Era ésta la voluntad del Papa, que
concedió indulgencia plenaria a los que asistiesen.
Fue tal la aglomeración —unas veinte mil personas—, que tuvo que celebrarse el acto al aire libre.
Tanta resonancia y admiración había
alcanzado la transformación del Duque, ahora sencillo jesuita, a quien
todos querían contemplar con sus propios ojos. Pero más admiración había
de causar su inmediata temporada de apostolado en su propia tierra
—«Apóstol de Guipúzcoa» se le llamó—, predicando al pueblo, por orden de
San Ignacio, catequizando a los más humildes, mendigando con imponente
humillación lo más indispensable para sustentarse, pidiendo limosnas a
los sencillos labradores, que escuchan y miran con embeleso al que
llaman «el santo Duque».
Poco después, el establecimiento definitivo
de la Compañía de Jesús en España y Portugal induce a Ignacio de Loyola
a sacar del sencillo anonimato a Francisco de Borja y encargarle una
misión diplomática de importancia.
De nuevo los honores, los cumplidos de la
Corte. Pero ahora ya es diferente. Francisco ha pasado por el tamiz de
la más cruda obediencia y disciplina y ejerce su cargo con entera
entrega a Dios, aun en los momentos de nuevos aplausos. No es condición
indispensable para la santidad el anonimato, o la obra sencilla. Sí lo
es la sencillez de espíritu aun en las obras más grandes.
Obligado a salir de España
precipitadamente, Francisco vuelve a Roma, y es elegido (por muerte del
Padre Laínez) tercer Prepósito general de la Compañía de Jesús.
A las instituciones culturales de la misma y
a la consolidación de la aún nueva Orden, es a lo que dedica su tiempo
Francisco de Borja. Dándose cuenta de la importancia que la vida
espiritual tiene para sus sacerdotes, especialmente en un tiempo en que
la vida externa de la Iglesia aún no se ha consolidado en las
directrices de Trento, manda a todos los jesuitas la hora de meditación
diaria y otras prácticas ascéticas.
Rehúsa más de una vez la púrpura de
cardenal, y se asocia con sumisión a los deseos de los papas, que cree
beneficiosos para la Iglesia.
En el año 1571, aun cuando no de edad
avanzada, pero sí avejentado por los trabajos y las penitencias, es, a
pesar de todo, invitado por el Papa Pío V a acompañar al cardenal
Bonelli en su viaje a España, Portugal y Francia, para tratar de
diversas cuestiones referentes a la lucha contra los turcos. Es un golpe
de muerte.
Al regresar a Roma, pocos días le quedan
para prepararse al «paso del mundo al Padre». Fallece el 28 de
septiembre de 1572. ¿A qué se debió esta humildad y obediencia que
hicieron a Francisco dejar todas las cosas y seguir el camino de Dios
hasta el sacerdocio más ferviente?
Llegamos así, cuando parecen finalizados
nuestros datos biográficos, a la segunda característica que debemos
considerar en el Santo: el desprecio de las cosas de aquí abajo.
El desprecio movido por la gracia de Dios,
que dirigió los acontecimientos para que Francisco de Borja pasara por
el trance de tener que descubrir el rostro, ya desfigurado por la
corrupción, de la hermosa Isabel de Portugal. «No quiero servir a Señor
que se me pueda morir”.
¡Cuánta sabiduría en la decisión! Frase
repetida, quizá algo tópica, en las biografías de Francisco de Borja,
pero no por eso menos sabia.
Es una de las buenas respuestas a aquella
palabra de Jesucristo: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo
si pierde su alma?».
Francisco puso todo el corazón en su determinio, que ciertamente pudo calificarse de heroico.
Decía más tarde el emperador Carlos V:
«¿Qué es nuestra retirada del mundo, si la comparamos con la del Padre
Francisco de Borja?».
La fidelidad absoluta al espíritu de aquella retirada
fue el secreto más profundo de su santidad, de su vida despreocupada de
toda otra cosa que no fuese el cumplimiento de su deber; fue asimismo
el secreto de la serenidad de su muerte: la muerte de un hombre que no
ha vivido esclavo de las miras humanas ni de los hombres mismos, sino
entregado única y totalmente a Dios.
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