Son muchas
las veces, que nos reunimos con esta intención de hoy: para rezar por
nuestros difuntos.
Y nos puede
pasar, que esto se convierta en un ritual más, de los muchos que ya acarreamos
en nuestra vida.
Y ese sería
un gran error.
Porque si
importante es en una familia, el nacimiento de un hijo, cómo éste va creciendo,
y cada uno de los acontecimientos en su vida; para los cristianos, el momento
duro, a veces, hasta cruel, de la partida, no debiera sólo quedar, en unos días
de duelo, y en la visita de vez en cuando al cementerio, al lugar dónde
descansan sus restos, sino que la fecha del nacimiento de los que más queremos
a la VIDA MÁS PLENA, A LA VIDA ETERNA, tendría que ser, una fecha que nos llamara
la atención constantemente, a vivir con esperanza, a vivir desde el corazón, a
ser auténticos, y a no olvidar, que en el amor que alimenta la fe, todos nos
mantenemos unidos, estemos dónde estemos, hagamos lo que hagamos. Ni la muerte
puede romper esta unión.
Y ese
recuerdo que alimenta nuestra esperanza, porque sabemos, que lo que ya hoy
ellos viven, un día también lo compartiremos nosotros, tiene su origen, en la
resurrección de Jesús.
Desde ese
momento, Él fue a prepararnos la estancia en la que viviremos para siempre, y
hará, que lo que hoy sólo es mortal, que este cuerpo que es mortal, cuando
llegue el momento que sólo Él sabe, lo mortal quede en la caja, y lo más
auténtico de nosotros, nuestra alma, se vista de la inmortalidad, se revista de
vida eterna.
Pero esto
nos cuesta, nos duele, y el Señor que nos conoce como nadie, nos dice: ¡que no
tiemble vuestro corazón!...
Las lágrimas
son la expresión de todo el amor que llevamos dentro, pero que nunca dejemos
que el dolor ahogue nuestra fe.
Hay muchas
cosas que no comprendemos, muchas preguntas que Él sólo nos puede contestar…
por tanto dejémos que Él sea el artífice de nuestra vida, y cuando estemos
frente a Él, habrá tiempo de saber, todo lo que hoy se nos presenta como una
duda, y seguro que encontraremos la respuesta adecuada a todas nuestras
preguntas.
Pero
mientras caminamos por esta vida, no olvidemos a los que ya marcharon delante
de nosotros, unámonos a ellos en la oración, participemos de la misa, que es la
mejor forma de pedir por ellos, de rezar por ellos, y la única puerta, que nos
comunica con ellos.
Los vivos y
los difuntos estamos unidos por el amor, por la fe, y por la oración, y los
unos a los otros, nos ayudamos mutuamente, hasta el día que nos encontremos de
nuevo, pero esta vez, por toda una eternidad.
El Señor es
nuestra vida, nuestro camino, nuestra verdad, sintámoslo así, vivámoslo así, y
seguro, que todo lo que sucede en nuestra vida, lo afrontaremos de forma
distinta, lo relativizaremos todo, en relación, al único que lo es todo, y que
es nuestra meta: el Dios de la vida.
Pidamos a
nuestros seres queridos, que nos ayuden a mantener siempre encendida la
antorcha de la esperanza y de la fe en el Señor, y que nunca nos dejen solos,
porque el camino es difícil, y necesitamos siempre ayuda, porque todos estamos
deseando, volver a ver, a todos ellos en el cielo, y poder unidos, vivir, todo
lo que el sueño de la muerte, por unos instantes, nos robó.
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